Me
declaraba en guerra contra la sociedad, o quizá solamente renovaba mi
contienda. Se había acabado la duda y la desazón. Me declaraba liberado de
todas las normas, excepto de las que yo quería aceptar, y aquéllas las cambiaría
según mis deseos. Cogería todo lo que quisiera. Sería lo que ya era, un
delincuente, pero de verdad. Mi decisión de optar por la delincuencia y el
abandono absoluto de las constricciones sociales —a menos que la sociedad fuera
capaz de imponérmelas a la fuerza— era también mi verdad. Otros podían decidir
acaparar tanto poder como pudieran. La delincuencia era mi vida, donde me
sentía cómodo y no desgarrado en mi interior. Y aunque era una libre elección,
también era mi destino. La sociedad me había convertido en lo que era —y me
había aislado, por temor a aquellos que la sociedad misma había creado— y yo me
regodeaba en mi condición. Si se negaban
a dejarme vivir en paz, yo no quería hacerlo. En aquella penosa semana había
sido desgraciado, desgraciado en mis pensamientos. ¡A la mierda la sociedad! ¡A
la mierda su juego! Ni aunque tuviera muchas posibilidades, ¡a la mierda
también! Por lo menos me quedaba la integridad de mi alma, tenía control sobre
mi pequeña parcela de infierno, por pequeña que fuera, aunque estuviera
confinada al interior de mi cabeza.
Cuando
llegó la mañana me sentía fuerte; había superado la indecisión.
(Edward
Bunker, No hay bestia tan feroz,
Barcelona, Sajalín Editores, 2009, pg 156)
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