Atrás dejaba la tienda saqueada y una pared agujereada. De pronto,
imaginé el dolor y la rabia en el rostro del propietario cuando descubriera el
robo; a cada momento descubriría que le faltaba algún artículo más. Me
invadieron los remordimientos, o más que remordimientos, el deseo de que el
dueño de la casa de empeños tuviera un seguro. Pero inmediatamente reprimí
aquellos sentimientos. No tenía que justificarme por lo que había hecho y,
aunque tuviera que hacerlo era fácil imaginarse que el dueño era un avaro
mísero y vil, un hombre sin compasión ni coraje. Conseguí despreciar a aquel
hombre sin ni siquiera haberlo visto jamás. Era un ciudadano modelo que creía
en la pena de muerte, y era un cobarde y un perro. Era una condena
indiscriminada e irracional, la misma que los de su calaña me habían aplicado a
mí durante toda mi vida.
(Edward Bunker, No hay bestia tan feroz, Barcelona, Sajalín Editores, 2009, pg 240)
No hay comentarios:
Publicar un comentario