—¿Por qué
te vas?
¿Qué iba a
decirle? ¿Qué estaba domesticado, minado irremediablemente por los años de
cobardía, de sueldos miserables, de deudas, de pequeños y grandes renuncios, de
horarios estrictos, de mezquindades y humillaciones, de impulsos reprimidos?
Que era cierto: uno podía trasponer un día los límtes de ese mundo mezquino y
asomarse, como lo hiciera, a una realidad más rica, diferente en todo caso,
pero había que tener más coraje que él para quedarse allí definitivamente: en
la inseguridad constante, en la más absoluta transitoriedad, en el borde de la
locura. Y por último, que aun si resultaba con resto como para lanzarse a vivir
a la que saliera, no iba a alcanzarle para acostumbrarse a la muerte, a tenerla
cerca, agazapada, acechado, en las propias manos, como se viera un rato antes.
No se aprende de un día para otro a apretar el cuello a un tipo como si no
existieran sus gemidos roncos, ni sus convulsiones, ni su sangre detenida en
las arterias.
(Rubén
Tizziani, El desquite, Buenos Aires, Emecé,
1978, pg 266)
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