viernes, 27 de enero de 2012

Minado


—¿Por qué te vas?
¿Qué iba a decirle? ¿Qué estaba domesticado, minado irremediablemente por los años de cobardía, de sueldos miserables, de deudas, de pequeños y grandes renuncios, de horarios estrictos, de mezquindades y humillaciones, de impulsos reprimidos? Que era cierto: uno podía trasponer un día los límtes de ese mundo mezquino y asomarse, como lo hiciera, a una realidad más rica, diferente en todo caso, pero había que tener más coraje que él para quedarse allí definitivamente: en la inseguridad constante, en la más absoluta transitoriedad, en el borde de la locura. Y por último, que aun si resultaba con resto como para lanzarse a vivir a la que saliera, no iba a alcanzarle para acostumbrarse a la muerte, a tenerla cerca, agazapada, acechado, en las propias manos, como se viera un rato antes. No se aprende de un día para otro a apretar el cuello a un tipo como si no existieran sus gemidos roncos, ni sus convulsiones, ni su sangre detenida en las arterias.



(Rubén Tizziani, El desquite, Buenos Aires, Emecé, 1978, pg 266)

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