Cosas de Galway.
No le conté a Margaret lo del asesino de cisnes. Una vez, cerca de la iglesia, lo vi apoyado contra la imagen de la Santa Virgen. Y me refiero a apoyándose, su espalda contra la de ella, con las piernas extendidas, como si fueran colegas. En otra época el sacerdote habría salido, lo habría cogido de la oreja, y le habría dicho:
No le conté a Margaret lo del asesino de cisnes. Una vez, cerca de la iglesia, lo vi apoyado contra la imagen de la Santa Virgen. Y me refiero a apoyándose, su espalda contra la de ella, con las piernas extendidas, como si fueran colegas. En otra época el sacerdote habría salido, lo habría cogido de la oreja, y le habría dicho:
—Tú,
niñato impertinente, ¿quién es tu padre?
Pero ya
no. Los curas se habían vuelto demasiado cobardes. Con la avalancha de
escándalos, el clero ya no esperaba el respeto de la gente; se conformaba con
evitar linchamientos.
Ronan, por
supuesto, me saludó con la mano.
—¿Lo
conoces? —me preguntó Margaret.
¿Cómo
responder a eso?
—De vista
—contesté.
—Se está
apoyando contra Nuestra Señora —dijo, sin quitarle el ojo.
—Ya veo.
Se movió y
rodeó con el brazo derecho el busto de la estatua. Margaret se puso furiosa.
—Alguien
debería hablar con él.
La
petición de moda. Y a pesar de que los disturbios públicos se incrementaban, y
de que los gamberros eran cada vez más descarados, la petición era desoída.
—Olvídalo
—dije, como hacen otros muchos.
Y seguimos
caminando, contribuyendo con nuestro propio y pequeño trocito al enorme océano
de vaga responsabilidad que come de la estructura de la decencia.
(Ken Bruen,
El dramaturgo, Barcelona, Editorial
VíaMagna, 2004, pg 162)
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