De vuelta
al campamento, como siempre después de una gran tensión, me dio una sobrecarga
mental, y traté de recuperar el equilibrio químico sin encender ninguna luz y
solo con las drogas que tenía a mano. Necesité un par de largas caladas de
porro jamaicano para respirar profundamente sin llegar a la hiperventilación.
Después, la meta me calmó como si fuese un niño hiperactivo. Una raya de coca
me ayudó a centrar la mente. Tres cervezas consumieron parte de la adrenalina.
Y media docena de cigarrillos de un paquete que había comprado de camino al
campamento dejaron satisfecha mi pulsión de muerte.
Puesto
que había perdido más amigos en la edad adulta a causa del tabaco que por las
drogas, el alcohol o las balas, me reventaba volver a fumar, pero la tarde no
pareció dejarme mucha alternativa. Lo que de verdad me apetecía era un Tuinal y
un pelotón de veteranos de la jungla como guardaespaldas. A lo mejor entonces
mi corazón dejaría de golpear contra las paredes del estómago. Pero hice lo que
pude.
(James Crumley,
El pato mexicano, Barcelona, RBA
Libros, 2013)
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