No era muy tarde, pero tampoco había
mucha gente en la calle. Una patota de unos siete u ocho adolescentes nos miró
al pasar. Estaban vestidos como una imitación de sus compañeros de las
películas yanquis, pero con ropa barata de fabricación nacional. No se animaban
a llevar el pelo largo porque la policía los arrestaba y se los cortaba al rape.
La mayoría de ellos eran informantes de los patrulleros: “¿Quién es ese que se
mudó? ¿No vieron gente de afuera? ¿No saben cómo se llama el de la casa esa?”. No
eran pibes peligrosos.
No tenían nada qué hacer y no sabían
hacer nada. Le decían obscenidades a las muchachas que pasaban, a veces le
pegaban una paliza un muchacho de otro barrio, hablaban de autos de fórmula uno
y de mujeres que nunca habían tenido. A veces se agarraban a puñetazos con
muchachos de otras bandas, pero sin arma blanca y mucho menos de fuego. Ya
estaban quebrados.
(Juan Damonte, Chau, papá, Buenos Aires, Punto de
encuentro, 2013, pág. 178)
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