Es fácil culpar el Tribunal Supremo por las librerías
pornográficas y los locales de sexo en vivo. Existen generalmente porque
alguien de la junta de la zona recibe algún soborno; los jóvenes no se drogan
porque sus padres y maestros son permisivos, lo hacen porque hay adultos que les
vende la droga. No hay complejidades psicológicas ni misterios sociológicos.
Cuando la gente se cansa de algo, ese algo termina. Mientras
tanto Dave Robicheaux no va a cambiar mucho el panorama de las cosas. Mi hermano
Jimmie lo sabía; él no rivalizaba con el mundo. Trabajaba con máquinas de
póquer electrónicas y con apuestas extraoficiales y, por lo que yo sospechaba,
vendía whisky y ron proveniente de
las islas sin cumplir las normas fiscales. Pero siempre fue un caballero y caía
bien a todo el mundo. Los policías tomaban el desayuno gratis en su restaurante,
los legisladores estatales se emborrachaban en su bar, los jueces le
presentaban a sus esposas con enorme cortesía. Sus transgresiones tenían que
ver con las licencias, no con la ética, solía decirme.
—El día que esta gente no quiera apostar o beber, los dos
nos quedaremos sin trabajo. Mientras tanto, déjate llevar por la corriente,
hermano.
—Lo siento —solía responder yo—, eso me hace pensar en
muchas cosas. Creo que soy demasiado imaginativo.
—No; tú solo crees en el mundo como debería ser, en lugar
del mundo que existe. Por eso siempre serás manejado por los demás, Dave.
(James Lee
Burke, La lluvia de neón, Barcelona,
RBA libros, 2012, pág. 197)
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