Cuando le
expliqué ese detalle a Jimmy por segunda vez entre siestas resacosas, me dijo:
—No pasa
nada, sargento. Ya he sido el malo antes.
—¿Cuándo?
—Cuando
volví al mundo, me fui a Haight-Ashbury, en San Francisco, vistiendo el
uniforme a propósito, para darles la ocasión de meterse conmigo. Una tía gorda
me espetó a la cara que era un asesino de niños. ¿Sabes qué hice? —Negué con la
cabeza, incapaz de imaginármelo—. Me saqué del bolsillo una sarta de
champiñones chinos, le dije que eran lóbulos de orejas de niño, y empecé a comérmelos.
—Jimmy empezó a reírse al tiempo que se iba quedando amodorrado de nuevo—. La
puta gorda se cayó redonda, tanto que rebotó en la acera, y luego echó a rodar
cuesta abajo por una de esas calles tan lisas y empinadas, como si fuese a
rodar hasta perder algunos kilos de peso... Y, no te lo pierdas, unahippy se
apartó de la multitud, me echó los brazos al cuello y se puso a llorar... Mi
primera esposa, tío, y la mejor de todas... Así que vamos a recuperar a esa tía
y a su hijo, y a lo de ser los malos, ya le pueden ir dando...
Cuando se
quedó dormido, pensé en revisar mi opinión. Quizás únicamente las personas que
seguían la letra de la ley, en lugar del espíritu, pensaran que éramos los
malos. Hacía bien poco, había caído en la cuenta de que la letra de la ley era
el signo del dólar, y su espíritu un pálido reflejo de lo que fue.
(James Crumley,
El pato mexicano, Barcelona, RBA
Libros, 2013)
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