Empecé a llorar. Estaba muy nervioso. Sobreexcitado,
diría el Lúcido.
“¿Y mi primo?”, le pregunté.
“¿Y qué pasa con tu primo? ¿Cuántos
años hace que no se ven? ¿Alguna vez anduvieron en la mierda juntos? ¿Sabés cuántos
tarados en este país tienen un primo guerrillero? No jodás”.
“Tengo miedo, hermano, tengo miedo”,
sollocé. “Con cuatro años ya tuve bastante. Ya no quiero hacer cagadas”.
“¿Sabés lo que te pasa? ¿Sabés lo que
te pasa, Tomassini? Que todavía no saliste. Te cagaste, Carlitos, te quedaste
adentro. ¿Te gustó cuando te rompieron el culo con un palo de escoba? Me estás
empezando a dar lástima, Tomassini”.
“La puta madre que te parió, Lúcido”.
“La puta madre que nos parió, sicótico
de mierda. No se te van hacer ni los guerrilleros. Son puritanos. Tu primo te
quiere tanto como a un montón de mierda. Tiene tanto miedo de saludarse con vos
por la calle como vos tenés de encontrártelo en algún bar de putas de lo que frecuentás,
boludo. Si te sigue algún cana es porque es de cuarta, bebé. Ya ni lo de Homicidios
se acuerdan de vos, todo el mundo sabe que está fuera, Tomassini”.
Me sentí más calmado. El Lúcido estaba
más lúcido que nunca.
(Juan Damonte, Chau, papá, Buenos Aires, Punto de
encuentro, 2013, pág. 28)
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