No era
una fiesta que pudiese entender un votante republicano —el dulce aroma de la
marihuana en el aire, el ocasional sorbetón de la cocaína, cerveza mexicana
helada, buena comida, conversaciones brillantes y risas—, pero a un erudito
deconstruccionista parisino quizá le pareciera lo más civilizado que podía
darse en América. O por lo menos eso sostuvo el que conocí, que estaba de
profesor visitante en la UTEP, la Universidad de Texas en El Paso. En algún
punto del camino, afirmaba, los americanos nos habíamos olvidado de cómo se
pasaba un buen rato. En nombre de la salud, del buen gusto, de la corrección
política a uno y otro extremo del espectro, nos enseñaban a portarnos bien.
América se estaba convirtiendo en un parque temático, y no de atracciones, sino
más bien una especie de Disneylandia fascista.
—¡Sin
pilosidad facial, sin pestañas postizas, no hay diversión! —gritó el francés
bajito y luego se precipitó hacia una botella de tequila que llevaba en la mano
una mestiza, mezcla de kiowa y chicano, de aspecto duro, tan amenazadoramente
cejijunta que parecía que llevaba pintura de guerra a través de la frente.
(James Crumley,
El pato mexicano, Barcelona, RBA
Libros, 2013)
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