Revisé mis bolsillos y encontré cuatro dólares. Suficiente para el
periódico, un paquete de Lucky Strike y un café grande del 7-Eleven. Volví a
subir a mi dormitorio, me quité la americana, la corbata, los pantalones, y los
lancé contra la pared.
Me puse la camisa del día anterior y mis vaqueros sucios. Era como estar en
compañía de viejos amigos.
En el suelo del ropero, encima de la Smith-Corona que me dejó mi padre,
encontré mi gorra de los Yankees con las iniciales de Nueva York bordadas en la
parte delantera. Me la puse, me resguardaría del calor. Mi padre, Jonathan
Dante, llevaba once meses muerto. Murió sin un duro, con el corazón destrozado,
cobrando una pensión vergonzosa del gremio de escritores y setecientos sesenta
y dos dólares mensuales en concepto de jubilación. Un guionista olvidado… Yo
había dejado Nueva York y regresado a Los Ángeles para verlo morir y heredar su
máquina de escribir. Tres meses antes la había palmado mi primo Willie gracias
a la priva y a una sobredosis. El gordo y loco Willie murió a los treinta y
cinco años.
Dos funerales de parientes en menos de un año.
En el suelo junto a la máquina de escribir, dentro de la bandeja para
folios, estaba el único escrito que no había tirado desde mi llegada a Los
Ángeles, un cuento de veinticinco páginas llamado Compatibilidad. Cogí los folios, observé la carátula arrugada y
después las teclas negras y gastadas de la máquina. Me devolvieron una mirada
como la de los balseros a la deriva. Dejé caer los folios en la oscuridad del
ropero y lo cerré de un portazo.
En la calle, de camino a la tienda, tuve una visión, un destello que
iluminó mi entendimiento. Mi dificultad, mi verdadero problema, no eran ni mis
depresiones, ni el alcoholismo, ni mis fracasos laborales; ni siquiera ese
miedo secreto de ser un puto majara desquiciado. Mi problema eran las personas,
y me tenían rodeado.
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