Entre mirada y piropos, el amigo narco le enseñó a “servir”. Le dijo cuánto
le tenía que poner a cada papel, de a diez o de a veinte pesos. La mano de
Alcira temblaba al cargar las dosis justas en la punta de una cucharita.
Transpiraba. Se quedó sola en la pieza y encerrada con llave armó veinte
envoltorios. En cada papel glasé, medio gramo. El polvillo de la cocaína recién
rallada sube como una nube imperceptible, queda suspendida en el aire y, si es
buena, adormece las quijadas. Se le durmió la boca. La sentía dura, como si
hubiera ido al dentista. Le dio risa.
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