jueves, 22 de agosto de 2013

Welcome to fabulous Las Vegas

Las Vegas es una gran mancha de esperma, una cloaca tapizada. Es una marea negra luminosa, supurante y radiactiva que contamina el desierto de Nevada. Incluso cuando vivía borracho ya la odiaba.
Jimmi libró el fin de semana de su empleo de vendedora callejera y nos llevamos a Timothy de viaje. Ir a Las Vegas fue idea de ella. Una amiga suya llamada Laylonee, bailarina de un club de striptease, se había mudado allí desde Los Ángeles dos años antes y ahora iba a casarse. Laylonee no había cumplido los veintiocho y este era su cuarto matrimonio.
Nuestro vuelo salió a las siete del Aeropuerto de Los Ángeles y en menos de una hora aterrizó en McCarran Airport. Al desembarcar nos recibieron la amiga de Jimmi y el prometido, un tontolculo repleto de músculos llamado Mickey-o. Laylonee se tambaleaba, iba colocada de tranquilizantes, Nembutal o Valium quizá. Allí plantados los cinco nos pusimos a charlar y todo parecía la típica bienvenida a Las Vegas. Laylonee, con sus tetas como globos de agua, subida a unos tacones altísimos, y drogada hasta las cejas, tenía un aspecto ridículo y bello a la vez. Era como una Barbie rota de la colección “Mundo del Espectáculo”. Para su novio Mickey-o decir “hola” consistía en soltar un gruñido sincopado.
Dejamos la terminal y nos dirigimos al aparcamiento. Éramos lo más parecido a una troupe de acróbatas marcianos y cuando la gente se detenía y se nos quedaba mirando, yo le cogía la mano al crío. El problema era Mickey-o, que medía medio metro más de ancho que cualquier otro ser humano en el aeropuerto. Ni siquiera Timothy conseguía dejar de mirarlo boquiabierto. Aquel tipo era un toro pero no pasaba del metro  cincuenta, es decir que era una suerte de mini Thor aplastado recién bajado de uno de los pedestales de hormigón del Caesar’s Palace. Su elástico chándal tricolor parecía pintado sobre su cuerpo de levantador de pesas. La única parte del cuerpo que a Mickey-o no se le marcaba era el rabo.

(Dan Fante, Mooch, Barcelona, Sajalín editores, 2011, pág 201)


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