Las Vegas es una gran mancha de esperma, una cloaca tapizada. Es una marea
negra luminosa, supurante y radiactiva que contamina el desierto de Nevada.
Incluso cuando vivía borracho ya la odiaba.
Jimmi libró el fin de semana de su empleo de vendedora callejera y nos
llevamos a Timothy de viaje. Ir a Las Vegas fue idea de ella. Una amiga suya
llamada Laylonee, bailarina de un club de striptease,
se había mudado allí desde Los Ángeles dos años antes y ahora iba a casarse.
Laylonee no había cumplido los veintiocho y este era su cuarto matrimonio.
Nuestro vuelo salió a las siete del Aeropuerto de Los Ángeles y en menos de
una hora aterrizó en McCarran Airport. Al desembarcar nos recibieron la amiga
de Jimmi y el prometido, un tontolculo repleto de músculos llamado Mickey-o.
Laylonee se tambaleaba, iba colocada de tranquilizantes, Nembutal o Valium
quizá. Allí plantados los cinco nos pusimos a charlar y todo parecía la típica
bienvenida a Las Vegas. Laylonee, con sus tetas como globos de agua, subida a
unos tacones altísimos, y drogada hasta las cejas, tenía un aspecto ridículo y
bello a la vez. Era como una Barbie rota de la colección “Mundo del
Espectáculo”. Para su novio Mickey-o decir “hola” consistía en soltar un
gruñido sincopado.
Dejamos la terminal y nos dirigimos al aparcamiento. Éramos lo más parecido
a una troupe de acróbatas marcianos y
cuando la gente se detenía y se nos quedaba mirando, yo le cogía la mano al
crío. El problema era Mickey-o, que medía medio metro más de ancho que
cualquier otro ser humano en el aeropuerto. Ni siquiera Timothy conseguía dejar
de mirarlo boquiabierto. Aquel tipo era un toro pero no pasaba del metro cincuenta, es decir que era una suerte de
mini Thor aplastado recién bajado de uno de los pedestales de hormigón del
Caesar’s Palace. Su elástico chándal tricolor parecía pintado sobre su cuerpo
de levantador de pesas. La única parte del cuerpo que a Mickey-o no se le
marcaba era el rabo.
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