Sin
esperanzas, no habría podido soportar el estricto horario de la cárcel, las
broncas de los guardianes, la celda de castigo, la monotonía de la mili y los
tres años de trabajo legal en Zaragoza, de la empresa a casa, de casa a la
empresa, ni un vino, ni una puta, ni un amigo, ni una curda. Salía de las
mudanzas, se metía en la pensión y se tumbaba a esperar, hasta la hora de la
cena. Sin esperanzas, no habría podido soportar la soledad de cada comida, la
obsesión de limpiarse para siempre,
de no conocer a nadie, de no meterse en nada, ni legal ni sucio, en nada. Ni
las largas noches que pasaba con los ojos abiertos (“¿Cuánto hace que no
duermes?”), fumando, mirando la sonrisa de calavera encerrada en el vaso de
agua y murmurando entre dientes, la mala leche vibrando en cada célula de su
piel. “Te voy a joder, hijoputa, te voy a arrancar los dientes uno a uno, te
ataré a la cama y te daré patadas en los huevos y te pasarás el resto de tu
vida en una silla de ruedas y meando sangre, cabrón…” Horas y horas y horas
tratando de decidir qué sería mejor, si dejar a su enemigo con vida o si tenía
que matarlo después de ensañarse con él. En ocho años, sus letanías nunca se
habían repetido. Miguel las iba enriqueciendo con su imaginación y con ideas
sacadas de su libro predilecto (Suplicios
orientales del siglo XIX). Y, al final de las largas letanías de insultos,
amenazas y promesas, como si fuera un religioso “amén”, añadía:
—Y si no,
me mato.
(Andreu
Martín, Prótesis, Barcelona, La
orilla negra, Norma, 2007, pg 11)
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