Yo canto. Aunque los grandes no me vean, los estoy viendo.
Y canto. Aunque no crean que existo, estoy acá. Aunque no quieran oírme, yo
canto. Canto las cascaritas de las lastimaduras, los huesitos quebrados. Y
todos los chicos me escuchan. Me escuchan en las noches de viento. Porque el
viento lleva mi canto entre los árboles y de techo en techo. Mi voz se filtra a
través de los postigones y las puertas cerradas. Sana sana, un carajo. Mi
canción es un aullido de rabia. Y el único que me escucha no es, como dicen
algunos, Camilo. Me escucha Lorena y me escucha Kevin. Me escucha Adrián y me
escucha Mechi. Todos me escuchan. Las nenas y los nenes. Los que tienen miedo
de noche y con motivo. Porque lo grandes los van a dañar. Hay veces que canto
toda la noche. Entonces los chicos abren los ojos en la oscuridad y repiten
bajito mi canción. Alguno quiere levantarse y hacerlo ahora. Pero yo les canto
que todavía no, que falta para la luna llena. Y que cuando en la noche se vea
como un día azul lo voy a llamar a todos. No falta mucho. Ya le voy a avisar. Esa
noche, en puntas de pie, sigilosos, mientras las mamás y los papás, las abuelas
y los abuelos, las tías y los tíos duermen, ustedes van agarrar un cuchillo de
cocina, una tijera, un martillo, un revólver, una lata de kerosene y harán lo
que dice mi canción. Escuchen. Escuchen mi canción. La canción del Muertito.
(Guillermo
Saccomanno, Cámara Gesell, Buenos
Aires, Planeta, 2012, pág. 386)
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