Cero originalidad del nombre del boliche: Moby Dick. Para
los de acá, Moby. Está sobre la playa. Una construcción de madera sobre pilotes.
En temporada, durante el día, es el bar del balneario del mismo nombre. Un
lugar de movida. Por las noches, restaurante y pub. A partir de abril, cerrado
durante todo el día, abre clandestinamente sólo para unos pocos, los timberos.
Aunque esta clandestinidad es relativa. Quién no sabe que acá se juntan los merqueros
perdidos, los que son capaces de jugarse en una mano de poker, además del auto,
la casa, y quedarse con la familia en la calle. Por las noches, Moby es una de
las pocas luces tenues que se ven en la playa, una fosforescencia amarilla en
la bruma, y está abierto para el que necesite una conversación, un whisky y,
con suerte, un cuerpo para arrastrar a la cama en esta época de sudestadas, el
mar y su oleaje rabioso, el vendaval que amenaza con voltear árboles, arrancar
postigones y levantar techos.
Aceptando la presunta discreción que te pide un borracho
acodado en la barra podés enterarte de todo. Cuernos, lo más común. Afanos. Estafas.
La verdad de un crimen. El porqué de un suicidio. Previsible, de acá surgieron
muchas versiones sobre el caso de los abusaditos. Ninguna igual a la otra. Por
supuesto, también los tejes y manejes de los Kennedy, los piolines que no paran
de mover. A que no sabés a quien jodieron ahora. A la naturaleza. Están embretados
en la tala en el bosque para levantar un par de torres gemelas. Y como Alejo es
asesor de la Municipalidad, Cachito, el intendente, le va hacer caso y pondrá
el gancho del proyecto. Me cago en la ecología.
Bienvenido al vientre de la ballena. Qué vas a tomar.
(Guillermo
Saccomanno, Cámara Gesell, Buenos
Aires, Planeta, 2012, pág. 59)
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