Metieron a
Sunday en una camioneta azul, sentada entre dos policías. Otros dos en la parte
trasera, agachados bajo el bajo techo. Les mostró adónde ir y condujeron hasta
las faldas de la colina, hasta que no pudieron seguir avanzando. Le dijeron que
esperase junto al policía gordo, que se mostró aliviado de no tener que subir
andando la pendiente. Los otros ascendieron la colina.
Hacía
mucho calor y cuando Sunday los vio regresar las sombras de los áloes dibujaban
largas líneas negras sobre las rocas y la arena. Cada uno de los tres sudorosos
hombres acarreaba un cadáver a la espalda. Soltaron los cuerpos de su madre, de
su padre y de su primo sobre la arena. Los cadáveres estaban tan tiesos como
tablas; los brazos y las piernas completamente extendidos, como los de un
espantapájaros.
El policía
gordo tomó a Sunday de la mano, la alejó de allí y le hizo enterrar el rostro
contra su suave estómago. Pero ella miró por debajo de su brazo, oliendo su
sudor con aroma a carne vieja. Y miró mientras los hombres rompían con piedras
los brazos y piernas de los rígidos cadáveres, de modo que pudieran ser
cargados en la parte trasera de la camioneta.
Ahora,
sentada entre las ruinas de la cabaña, Sunday vio el rostro del hombre con la
metralleta, iluminado por las llamas del fuego. El rostro del hombre con el que
se iba a casar dentro de cinco días.
(Roger
Smith, Diablos de polvo, Barcelona,
Es Pop Ediciones, 2012, pg 75)
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