Nuestra ley penal tiene más de ciento treinta años de antigüedad. Es
una ley cauta. A veces las cosas no salen como el delincuente quiere. Tiene el
revólver cargado, con cinco balas. Se acerca a ella, dispara con intención de
matarla. Falla en cuatro ocasiones, tan sólo en una le roza el brazo, pero ella
queda de frente a él. Le hunde el cañón en el vientre, amartilla el revólver,
ve la sangre que le corre por el brazo, el miedo que tiene. Tal vez ahora se lo
piense dos veces. Una mala ley condenaría al hombre por tentativa de homicidio;
una ley cauta querría salvar a la mujer. Nuestro código penal dice que el
hombre puede desistir de su tentativa de homicidio impunemente. Es decir: si
para ahora, si no la mata, sólo será castigado por lesiones graves, pero no por
asesinato en grado de tentativa. De manera que depende de él, la ley lo tratará
bien si al final toma la decisión adecuada, si deja vivir a su víctima. Los
profesores lo llaman “el puente de plata”. A mí nunca me ha gustado esa
expresión, las cosas que le pasan por la cabeza a una persona son demasiado
complicadas, y un puente de plata queda mejor en un jardín chino. Sin embargo,
la idea de la ley es buena.
(Ferdinand Von Schirach, Culpa,
“El otro”, Barcelona, Salamandra, 2012, pg 68)
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