La mujer aún mantenía la pistola en la boca de El Keitar. Con la mano
izquierda se sacó del bolsillo de la sudadera una navaja de afeitar, la abrió y
se la hundió al hombre en la cara interna del muslo derecho. La cosa fue
rápida, él apenas se enteró de nada. Se desplomó en el acto.
—Te he cortado la arteria principal de la pierna —dijo la mujer—. Vas a
desangrarte, en seis minutos. Tu corazón seguirá bombeando sangre. Primero
quedará desabastecido el cerebro, perderás el sentido.
—Ayúdame —pidió él.
—Pero hay una buena noticia: puedes sobrevivir. Es fácil: debes hurgar
en la herida hasta encontrar con los dedos el extremo de la arteria. Tienes que
presionarla entre el pulgar y el índice.
El hombre la miró sin dar crédito. El charco cada vez era mayor.
—Yo en tu lugar me daría prisa —observó ella.
Él se puso a hurgar en la herida.
—¡No al encuentro, maldita sea, no la encuentro! —Entonces dejó de
sangrar de repente—. La tengo.
—Ahora no puedes soltarla. Si quieres seguir con vida, tendrás que quedarte
sentado. Acabará viniendo un médico. Te cerrará la arteria con una pinza de
acero. Así que no te muevas.— Y a Atris—: Nosotros nos vamos.
(Ferdinand Von Schirach, Culpa,
“La llave”, Barcelona, Salamandra, 2012, pg 114)
No hay comentarios:
Publicar un comentario