La vieja
rubia se sentó en el sofá mientras extraía los contenidos de la bolsa.
Pantalones. Camisa. Ropa interior. Un par de pesados zapatos de faena. Lo miró
con ojos cansados.
—Me he
enterado de lo que pasó. Que los kaffirs
mataron a tu familia.
Allí estaba.
La palabra que había definido su vida como sudafricano blanco. Kaffir, del árabe kafir. Descreído. Que en la Sudáfrica del apartheid adquirió un
significado completamente distinto. Como insulto. Mucho peor que negrata o mono
o cualquiera de los otros. Usar tal palabra te identificaba de inmediato como
blanco racista. Así de sencillo. Dell se había visto envuelto en incontables
peleas a puñetazos con aquellos que la utilizaban. Normalmente sólo conseguía
que le sacudieran de lo lindo, pero aún así. Y ahora estaba allí, sentado, sin
decir nada.
—También
mataron a mi marido, ¿sabes? —dejó los pantalones de color caqui sobre el
respaldo del sofá, arrancando una pelusa de una de las perneras—. Fue al Estado
Libre, a la granja de su hermano. A ayudar con la cosecha. Los kaffirs llegaron armados y les
dispararon a los dos. Para robarles la camioneta. Les enterramos a los dos el
mismo día. La policía no hizo nada. Sólo eran dos blancos muertos. Otro de
tantos asesinatos rurales.
—Lo siento
—dijo Dell. Ella se encogió de hombros, retirándose un mechón de pelo seco y
amarillento del rostro. Se puso en pie con una mueca de dolor al estirar la
espalda.
—Es una
guerra. No importa lo que digan. Algunos seguimos luchando —la mujer se dirigió
a la puerta, cojeando ligeramente, y se volvió para mirar a Dell, con una mano
en la manilla—. Que Dios te bendiga —dijo.
Una
sonrisa asomó a sus finos labios, arrugados de tantos años de fumar. Abrió la
puerta y salió a la luz. Cerró la puerta y Dell oyó sus pasos crujir sobre la grava
al alejarse.
(Roger
Smith, Diablos de polvo, Barcelona,
Es Pop Ediciones, 2012, pg 129)
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