viernes, 11 de enero de 2013

La cena de un guerrero


El chico sacó una cabeza de cordero del cubo y la clavó sobre una estaca metálica de verja, bajo la luz amarilla de una bombilla desnuda. A continuación encendió el soplete, unido por un cable serpenteante a una oxidada bombona de gas roja, y aplicó la llama azul a la cabeza, hasta que la lana se quemó por completo y los ojos saltaron y burbujearon.
Inja esperaba sentado en un viejo asiento de coche, bebiendo brandy con cola, dejando que el olor a carne quemada le inundara las fosas nasales. Estaba en el poblado chabolista que se extendía como una enfermedad junto a la autopista entre Ciudad del Cabo y el aeropuerto. Sentado en el patio de una casa improvisada a partir de planchas de hierro oxidadas y pedazos de madera. Un cuchitril de una sola habitación idéntico a los otros que se extendían en la oscuridad.
El patio estaba iluminado por los fuegos de cocinar y una única bombilla eléctrica que extraía energía robada de un cable parcheado a un poste de alta tensión cercano. Un nuevo y reluciente televisor descansaba sobre un barril de diez galones, transmitiendo un partido de fútbol a todo volumen. Hombres ebrios se apelotonaban a su alrededor, profiriendo insultos ante otra mala actuación del equipo sudafricano.
Inja observó cómo una vieja desenganchaba la cabeza del cordero de la estaca metálica y la arrojaba al fuego. A continuación pinchó otra cabeza, ya cocinada, con un gancho afilado y la extrajo de entre las llamas. La partió en dos con un hacha, colocó una de las mitades en un plato de aluminio y se la llevó a Inja. Éste pagó y la mujer se guardó el dinero en el sujetador y regresó junto al fuego.

(Roger Smith, Diablos de polvo, Barcelona, Es Pop Ediciones, 2012, pg 107)

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