El chico
sacó una cabeza de cordero del cubo y la clavó sobre una estaca metálica de
verja, bajo la luz amarilla de una bombilla desnuda. A continuación encendió el
soplete, unido por un cable serpenteante a una oxidada bombona de gas roja, y
aplicó la llama azul a la cabeza, hasta que la lana se quemó por completo y los
ojos saltaron y burbujearon.
Inja
esperaba sentado en un viejo asiento de coche, bebiendo brandy con cola,
dejando que el olor a carne quemada le inundara las fosas nasales. Estaba en el
poblado chabolista que se extendía como una enfermedad junto a la autopista
entre Ciudad del Cabo y el aeropuerto. Sentado en el patio de una casa
improvisada a partir de planchas de hierro oxidadas y pedazos de madera. Un
cuchitril de una sola habitación idéntico a los otros que se extendían en la
oscuridad.
El patio
estaba iluminado por los fuegos de cocinar y una única bombilla eléctrica que
extraía energía robada de un cable parcheado a un poste de alta tensión cercano.
Un nuevo y reluciente televisor descansaba sobre un barril de diez galones,
transmitiendo un partido de fútbol a todo volumen. Hombres ebrios se
apelotonaban a su alrededor, profiriendo insultos ante otra mala actuación del
equipo sudafricano.
Inja observó
cómo una vieja desenganchaba la cabeza del cordero de la estaca metálica y la
arrojaba al fuego. A continuación pinchó otra cabeza, ya cocinada, con un
gancho afilado y la extrajo de entre las llamas. La partió en dos con un hacha,
colocó una de las mitades en un plato de aluminio y se la llevó a Inja. Éste
pagó y la mujer se guardó el dinero en el sujetador y regresó junto al fuego.
(Roger
Smith, Diablos de polvo, Barcelona,
Es Pop Ediciones, 2012, pg 107)
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