lunes, 16 de julio de 2012

Puja a la gallega


El trabajo había llevado a Caldas en alguna ocasión a la lonja de Vigo. Siempre le sorprendía el bullicio de las subastas, el trasiego de barcos, cajas, camiones y gente. Le gustaba escuchar los gritos y las risas de los hombres de mar sabiendo que afuera la ciudad dormía indiferente al desvelo de aquellas criaturas nocturnas. Sin embargo, aquella mañana, en la lonja de Panxón sólo alteraba el silencio el rumor de las olas al quebrarse sobre la playa, e imaginó que era el cadáver aún caliente de Castelo quien los callaba. 
El subastador se acercó a la mesa, se pasó las manos por la perilla negra que ceñía su boca y señaló las bandejas en las que se agitaban los camarones que habían caído en las nasas de Arias.
—Camarón muy bueno —anunció—. Empezamos en cuarenta y cinco euros. Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro y medio, cuarenta y cuatro, cuarenta y tres y medio, cuarenta y tres…
Panxón era un puerto menor, con tan escasos marineros como compradores. Por ello nadie había considerado necesario modernizar las subastas con dispositivos electrónicos, como en la mayor parte de los puertos gallegos. Allí el subastador todavía cantaba los precios a pecho.
—Va hacia abajo —susurró Estévez.
—Claro —respondió Caldas.
—Pues vaya un método. Con esperar…
Las dos mujeres y el hombre de las patillas parecían confirmar la teoría del aragonés, y permanecían callados mientras el subastador cantaba números cada vez más bajos.
—… treinta y dos y medio, treinta y dos…
Una de las mujeres levantó la mano:
—Yo —dijo.
La puja se detuvo y la mujer volvió a examinar las bandejas repletas de camarones para decidir cuáles iba a adquirir a ese precio. Resolvió quedarse las tres.
—Todas —murmuró, y a su lado las patillas grises del hombre envolvieron una mueca de contrariedad.
—¿Ves? —observó en voz baja el inspector—. Si esperan demasiado pueden quedarse sin nada.

(Domingo Villar, La playa de los ahogados, Madrid, Siruela, 2009)

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