El trabajo
había llevado a Caldas en alguna ocasión a la lonja de Vigo. Siempre le
sorprendía el bullicio de las subastas, el trasiego de barcos, cajas, camiones
y gente. Le gustaba escuchar los gritos y las risas de los hombres de mar
sabiendo que afuera la ciudad dormía indiferente al desvelo de aquellas criaturas
nocturnas. Sin embargo, aquella mañana, en la lonja de Panxón sólo alteraba el
silencio el rumor de las olas al quebrarse sobre la playa, e imaginó que era el
cadáver aún caliente de Castelo quien los callaba.
El
subastador se acercó a la mesa, se pasó las manos por la perilla negra que
ceñía su boca y señaló las bandejas en las que se agitaban los camarones que
habían caído en las nasas de Arias.
—Camarón
muy bueno —anunció—. Empezamos en cuarenta y cinco euros. Cuarenta y cinco,
cuarenta y cuatro y medio, cuarenta y cuatro, cuarenta y tres y medio, cuarenta
y tres…
Panxón era
un puerto menor, con tan escasos marineros como compradores. Por ello nadie
había considerado necesario modernizar las subastas con dispositivos
electrónicos, como en la mayor parte de los puertos gallegos. Allí el
subastador todavía cantaba los precios a pecho.
—Va hacia
abajo —susurró Estévez.
—Claro —respondió
Caldas.
—Pues vaya
un método. Con esperar…
Las dos
mujeres y el hombre de las patillas parecían confirmar la teoría del aragonés,
y permanecían callados mientras el subastador cantaba números cada vez más
bajos.
—… treinta
y dos y medio, treinta y dos…
Una de las
mujeres levantó la mano:
—Yo —dijo.
La puja se
detuvo y la mujer volvió a examinar las bandejas repletas de camarones para
decidir cuáles iba a adquirir a ese precio. Resolvió quedarse las tres.
—Todas —murmuró,
y a su lado las patillas grises del hombre envolvieron una mueca de
contrariedad.
—¿Ves? —observó
en voz baja el inspector—. Si esperan demasiado pueden quedarse sin nada.
(Domingo
Villar, La playa de los ahogados,
Madrid, Siruela, 2009)
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