Caldas cruzó la sala para
examinar las fotografías. En la primera posaba un equipo de fútbol antes de un
partido. Cinco jugadores estaban agachados y los otros seis de pie. Era una
fotografía antigua, y creyó reconocer en los mechones claros del portero a un
Justo Castelo casi adolescente. En la otra imagen, más reciente, estaban el
muerto, su hermana Alicia y la madre. Tenía el cabello blanco y vestía de
negro. Sentada en una silla junto a sus hijos, sonreía tímidamente a la cámara.
Mientras sostenía aquel marco en
su mano, el inspector sintió un estremecimiento que conocía bien. Nunca le
había impresionado encontrarse frente a un muerto, ya se tratase de un cadáver
reciente o de restos en descomposición. A diferencia de Rafael Estévez, cuya
rudeza se resquebrajaba ante un cuerpo sin vida, al hallarse ante un homicidio
Caldas se concentraba sin dificultad en aquellos indicios que pudieran llevarle
a esclarecer lo sucedido. No contemplaba los cadáveres sino como vehículos para
resolver los casos que tenía entre manos, como figuras en blanco y negro. Sin
embargo, cada detalle íntimo de las víctimas que iba conociendo suponía una
pincelada de color que, poco a poco, terminaba por mostrarle a los seres
humanos ocultos tras la investigación de un asesinato.
Tampoco se había conmovido la
tarde anterior en la sala de autopsias, cuando Guzmán Barrio descorrió la funda
que envolvía el cuerpo desnudo de Justo Castelo; sin embargo, la sonrisa en el
rostro cansado de su madre le obligó a tragar saliva. A Leo Caldas no le dolían
los muertos, le dolían los vivos.
(Domingo
Villar, La playa de los ahogados,
Madrid, Siruela, 2009)
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