El cerco, Juan Martini
Un escritor amigo me dijo hace
poco que debía leer esta novela de Juan Martini, El cerco. Fue enfática su recomendación. Y tuvo un doble efecto: a
la vez que me sentí un poco en orsái, también me quedó bien claro que de lo que
ese escritor me hablaba era de la importancia de un clásico. Y de sus propias
influencias.
Yo llevaba mucho tiempo sin leer a Martini. Los relatos de Barrio chino fueron lo último, como diez, doce años atrás. Antes, me lo había cruzado en sus prólogos de aquella colección de Bruguera. Y recientemente, en algún artículo en la web de Télam. Pero de ficción policial, nada.
El cerco —que en la edición de Legasa que leí viene agrupada con El agua en los pulmones y Los asesinos las prefieren rubias bajo el título de Tres novelas policiales— es, me animo a decirlo, una novela importante en la narrativa policial argentina. Lo digo como lector, por lo que me produjo leerla, y por el volumen de trabajos críticos que se encuentran sobre ella en la red (*).
El señor Stein protagoniza esta historia. Es un hombre muy poderoso y muy serio. Puede que sea empresario, puede que sea ministro, puede que sea funcionario. No lo sabemos muy bien. Lo que sí sabemos es que el señor Stein manda. Es el rey en su feudo inexpugnable: mansión en las afueras de la ciudad con sirvientes, esposa bella, hijo pequeño. Varias oficinas en el centro y un Mercedes que lo lleva y lo trae, silencioso y eficaz como los hombres que lo custodian. Una amante cara, habanos, muebles de roble, alfombras suaves. Todo bajo control: un cerco perfecto protege al señor Stein.
Hasta que un día aparece de la nada un tipo en su oficina. ¿Cómo llegó allí? ¿Por dónde entró? El hombre —así se lo llama, el hombre— sólo quiere hablar. Es frío y tajante con sus preguntas, pero no es violento. Le planta a Stein una frase: “Señor Stein, he venido a decirle que, como queda demostrado, podemos llegar hasta usted cuando nos parece, y que lo haremos, de ahora en adelante, en el momento en que nos resulte conveniente o necesario”. Así de simple. Suficiente para que el mundo de Mario Stein comience a tambalear
Con su vida armada y su nombre impoluto, en el mundo Stein todos se tratan de “señor” o “doctor”. Se cuidan las formas. Toda gente muy respetable. Pero al mismo tiempo, y más allá de la sorpresa por la grieta en la seguridad que supone la aparición de ese hombre, nadie parece extrañarse demasiado por la amenaza que ahora se cierne sobre el señor Stein. Como si hubiera cierta lógica, como si lo tuviera merecido —nadie se anima a decirlo, claro—. Como si le estuviera llegando la hora.
A pesar de las órdenes, los cambios, los planes —en suma, la reorganización—, las apariciones misteriosas de este hombre, o los mensajes de quienes están con él, se repiten una y otra vez. Nunca Stein llega a saber qué es lo que quieren de él. Dinero no. Su vida, tampoco. No lo sabe. Y ese no saber es el germen de la paranoia. Ese des-control es la perturbación que destruye la armonía del mundo Stein, y que irá trocando la naturaleza del cerco que da título a la obra: de cerco que protege a cerco que ahoga, que acecha.
Martini construye este policial que es extraño y opresivo. “Kafkiano”, dicen algunos, puesto que a Stein lo acecha un aparato desconocido, como al Josef K. de El Proceso. Casualmente, o no, el momento histórico en que transcurre la historia es el de la gestación o el nacimiento de nuestro terrorífico Proceso (**). Martini no lo menciona abiertamente, ni centra la novela en denuncias de lo que pasaba en ese momento histórico, no. Se limita a recrear el clima de un tiempo en que la amenaza sobrevolaba a cualquiera, en el que el mensaje omnipresente se parecía bastante a ese “podemos llegar hasta usted cuando nos parece”.
El cerco es una novela inusual. En los bordes del género, por su tema y por su lenguaje no le encuentro parecido con otras obras de su época. No hay detective, no hay policía, no hay crimen que resolver —más allá de algún daño colateral secundario—: no “encaja” fácilmente en ningún subgénero. Sin embargo, sí lo tiene todo para generar influencia, para dejar marcas en alguna producción literaria posterior.
Por ejemplo, en la obra de Kike Ferrari, aquel escritor amigo del comienzo de este comentario. No sé si es una influencia estilística. Pero sí se la reconoce en la construcción de un clima y de un personaje. Machi, el poderoso, sucio y desesperado protagonista de Que de lejos parecen moscas —reciente Premio Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón—, comparte con el poderoso, sucio y desesperado señor Stein la misma genealogía de los malos. Y ambos se ven amenazados por una entidad sin nombre, corporizada en hombres que aparecen —uno vivo, otro muerto— para golpearles la conciencia y agitarles sus viejas culpas dormidas. Habitantes de distintas circunstancias históricos son, en algún punto, la misma persona. ¿O no es acaso Machi un Stein del postmenemismo?
5/12
(*): recomiendo las hipótesis de Juan Mattio para la
revista Cultvana, y este artículo de Diego Trelles Paz en el blog de Eterna
Cadencia
(**): para lectores extranjeros: la última dictadura militar
que gobernó Argentina entre 1976 y 1983 se llamaba a sí misma Proceso de Reconstrucción Nacional
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