Se apoyó otra vez en el muro del náutico a observar cómo el carpintero
mojaba la brocha en el alquitrán y la escurría antes de deslizarla por la
madera.
El gato seguía girando de un lado a otro la cabeza.
Trabazo se colocó a su lado, dejó en el suelo una caja de plástico
transparente repleta de sedales, flotadores y anzuelos, y saludó al inspector
palmeándole la espalda.
—Buenos días —dijo en voz baja Leo Caldas.
—¿Estás aprendiendo del artista? —susurró Trabazo moviendo la cabeza
hacia el carpintero—. Le faltan dedos, pero ese chico tiene un don. Parece que
la madera le obedezca.
—¿Sabes que creía que ya no se utilizaba la madera en los barcos?
—¡Cómo se nota que no pescas, Calditas! Si no se usa es sólo porque
necesita mantenimiento, pero es mucho más marinera. En un barco de madera estás
metido en la mar, incrustado en ella. La sientes en los riñones —explicó—. En
cambio los de poliéster o fibra de vidrio resbalan sobre el agua. Son otra
cosa.
El carpintero
levantó la vista. Dejó la brocha en el bote de alquitrán y saludó a Trabazo con
su mano lisiada.
—¿Hoy Charlie no
se marea? —le preguntó éste, señalando al gato.
—Debe de estar a
punto, doctor —dijo el carpintero, sonriendo tras su barba colorada—. Ya lleva
media hora viéndome pasar la brocha. En cualquier momento se cae.
(Domingo
Villar, La playa de los ahogados,
Madrid, Siruela, 2009)
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