En fin, aún faltaba un largo trecho para andar juntos, esa noche y los días que siguieran. La noche es larga, me dije, y el mañana siempre es incierto. Y en consecuencia, la pregunta que me hacía mientras atravesaba la ciudad de Corrientes, que dormía con la misma unanimidad con que reza y con que canta, no era ni cuándo ni cómo, no era ni siquiera por qué. La pregunta que me hacía era acerca de los límites. ¿Dónde estaban los límites? Y la respuesta era, obviamente, que no había límites, que ya no los había porque yo era hijo, y quizás uno de los hijos más sinceros, de un país en el que lo único que estaba verdadera y rotundamente claro era que lo ilimitado era norma, que todo lo que cualquier imaginación quisiese inventar era posible y que en todo caso se trataba de ver cuán pródiga o frenética era la propia.
(Mempo Giardinelli, El décimo infierno, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pág 68)
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