Hacía frío esa mañana; la leve niebla era húmeda y gris, y picaba en la piel. A Leamas, el aeropuerto le recordó la guerra: máquinas, medio ocultas en la neblina, esperando pacientemente a sus amos; las voces resonantes y sus ecos, el grito súbito y el incongruente golpeteo de unos tacones de muchacha en el pavimento de piedra; el rugido de un motor que podía estar al lado mismo de uno. En todas partes, ese aire de conspiración que se produce entre la gente que está levantada desde le amanecer, casi de superioridad, nacida de la experiencia común de haber visto desaparecer la noche y llegar la mañana. Los empleados tenían ese aspecto que produce el misterio del alba y que el frío estimula, y trataban a los pasajeros y a su equipaje con el aire remoto de hombres regresados del frente; el resto de los mortales no les decían nada esa mañana.
(John Le Carré, El espía que surgió del frío, Barcelona, Random House Mondadori, 2010, pág 80)
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