Recorrí lentamente las calles de la Cuarenta a la Cincuenta hasta
encontrar lo que buscaba: un lugar para aparcar, con vigilante. Un chico negro,
musculoso, que no me miró ni se movió cuando me acerqué. Todavía no era de
noche, pero ya vestía su uniforme de trabajo: zapatillas verdes con suelas
doradas y franjas de gamuza, pantalones verdes, camiseta a rayas verdes y
doradas y gorra de lana con un gran pomón amarillo. Gruesas muñequeras con
remaches de bronce. Al ver que me acercaba exhibió los bíceps, pero dejó de
hacerlo y flexionó los músculos de las piernas: seguro que pensó que era poli.
Saqué un billete de veinte, lo rompí en dos, le ofrecí una mitad:
—Que nadie se acerque al auto durante un par de horas, ¿entendido?
Cogió el medio billete y asintió. Sonreí para indicarle que en el auto
no había nada que valiera más de veinte dólares, lo miré sin dejar de sonreír
hasta que su cara se me quedó grabada y me alejé sin mirar hacia atrás: el
sobreviviente hace lo que puede. Esto me estaba saliendo caro, pero me
esperaban mil dólares.
(Andrew Vachss, Bajos fondos,
Barcelona, Martínez Roca, 1988, pg 38)
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