jueves, 7 de febrero de 2013

Mono Ebrio


Cuando encendí el motor en el callejón detrás del restaurante tuve un ataque de miedo. Cuando eso sucede, siento que me derrumbo por dentro y que necesito un agujero donde ocultarme. Nunca sufro un ataque cuando estoy en acción, sólo antes y a veces después. Como siempre, dejé que el miedo invadiera mis nervios y saliera por la punta de los dedos. Alcé las manos por delante de mi cara y juro que vi cómo los rayos de miedo saltaban de las yemas de los dedos. En esos casos hay que permanecer inmóvil y respirar superficialmente. El miedo no se va, pero tarde o temprano se concentra en algún lugar del cuerpo donde no molesta. Cuando se va de la cabeza, el cerebro queda limpio y los sentidos se agudizan al máximo.  Percibí la trama del forro de cuero del volante del auto, las fallas diminutas del parabrisas, las voces de dos personas que discutían en chino a varios metros de distancia. Cuando giré la llave de encendido sentí cómo mi cerebro enviaba la orden a la muñeca y hasta oí la primera chispa del motor al encenderse. Gracias a mi nueva percepción del espacio salí del estrecho callejón con toda comodidad. Mi cerebro empezó a jugar con una serie de ideas a medio elaborar: era un ejercicio de precalentamiento antes de la prueba del combate. Lo dejé jugar, surcar los espacios vacíos, sin presiones ni intromisiones de mi presunto intelecto que pudieran complicar las cosas.
Según Max, existe un estilo de arte marcial que se parece a mi método para combatir el miedo. Lo llaman el Mono Ebrio, y se trata de deshumanizar al combatiente hasta el punto de que sólo actúa por instinto. Max dice que no es un método eficiente para hacerle daño al adversario, pero que casi no hay defensa posible porque es absolutamente impredecible. No hay manera de advertir al contrario de lo que uno va a hacer, si uno mismo no lo sabe. Supongo que es cierto, que mi reacción al miedo se parece bastante al Mono Ebrio. No se me ocurren buenas ideas, pero quien trate de leer mi mente sólo hallará vértigo.

(Andrew Vachss, Bajos fondos, Barcelona, Martínez Roca, 1988, pg 184)

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