Cuando encendí el motor en el callejón detrás del restaurante tuve un
ataque de miedo. Cuando eso sucede, siento que me derrumbo por dentro y que
necesito un agujero donde ocultarme. Nunca sufro un ataque cuando estoy en
acción, sólo antes y a veces después. Como siempre, dejé que el miedo invadiera
mis nervios y saliera por la punta de los dedos. Alcé las manos por delante de
mi cara y juro que vi cómo los rayos de miedo saltaban de las yemas de los
dedos. En esos casos hay que permanecer inmóvil y respirar superficialmente. El
miedo no se va, pero tarde o temprano se concentra en algún lugar del cuerpo
donde no molesta. Cuando se va de la cabeza, el cerebro queda limpio y los
sentidos se agudizan al máximo. Percibí
la trama del forro de cuero del volante del auto, las fallas diminutas del
parabrisas, las voces de dos personas que discutían en chino a varios metros de
distancia. Cuando giré la llave de encendido sentí cómo mi cerebro enviaba la
orden a la muñeca y hasta oí la primera chispa del motor al encenderse. Gracias
a mi nueva percepción del espacio salí del estrecho callejón con toda
comodidad. Mi cerebro empezó a jugar con una serie de ideas a medio elaborar:
era un ejercicio de precalentamiento antes de la prueba del combate. Lo dejé
jugar, surcar los espacios vacíos, sin presiones ni intromisiones de mi
presunto intelecto que pudieran complicar las cosas.
Según Max, existe un estilo de arte marcial que se parece a mi método
para combatir el miedo. Lo llaman el Mono Ebrio, y se trata de deshumanizar al
combatiente hasta el punto de que sólo actúa por instinto. Max dice que no es
un método eficiente para hacerle daño al adversario, pero que casi no hay
defensa posible porque es absolutamente impredecible. No hay manera de advertir
al contrario de lo que uno va a hacer, si uno mismo no lo sabe. Supongo que es
cierto, que mi reacción al miedo se parece bastante al Mono Ebrio. No se me
ocurren buenas ideas, pero quien trate de leer mi mente sólo hallará vértigo.
(Andrew Vachss, Bajos fondos,
Barcelona, Martínez Roca, 1988, pg 184)
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