Ella le contó al ministro la noche en que su padre la había llamado puta.
Cómo había estado a su lado en el baño y la había obligado a quitarse el
maquillaje con una toalla, jabón y agua. Había llorado mientras él la reprendía
y decía que en su casa no. Que no habría ninguna puta en su casa. Fue aquella
noche cuando comenzó. Cuando aquello ocurrió dentro de ella. Mientras recordaba
los reproches, se dio cuenta de lo que estaba pasando entre ella y el clérigo,
porque era un territorio conocido. Le estaba explicando la razón y él quería
escucharla. Ellos. Los hombres la miraban, después de que ella hubiese hecho su
trabajo, después de que ella hubiese cedido su cuerpo para ellos con manos
suaves y palabras acariciadoras, y querían escuchar su historia, su trágico
relato. Era algo primitivo. Querían que fuese buena de verdad. La puta con un
corazón de oro. La puta que casi era una chica cualquiera. El ministro también
lo temía; la miraba fijamente, tan dispuesto a simpatizar con ella. Pero al
menos con él, lo otro estaba ausente. Sus clientes, casi la mayoría sin
excepción, querían saber si era también algo sexual; buena de verdad, pero
también calentona. Su fantasía del mito de la ninfómana. Era consciente de
todas estas cosas mientras continuaba su relato.
—He pensado mucho en aquello, porque fue donde todo comenzó. Aquella noche.
Incluso ahora, cuando lo pienso, aparece toda la furia. Sólo quería parecer
bonita. Por mí misma. Por mi padre. Por mis amigos. Él no quería verlo, sólo
quería ver todo lo demás, la maldad. Y luego el tema religioso fue a peor. Nos
prohibió bailar, ir al cine, dormir en casa de las amigas o ir de visita. Nos
lo reprochaba.
El ministro sacudió la cabeza como si dijese: “Son cosas que hace los padres”.
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