Marcos cortó el clima invitándolos a sentar. Tomó una botella de cerveza
del suelo. ¿Un whisky mejor? Luna negó con la cabeza. El peruano se mandó un
trago del pico y Luis Alberto encendió un porro.
—Soy el productor del Gringo —dijo Marcos—. Tengo un par de grupos más.
—Ah, muy bien.
Siguen apareciendo, pensó. Los
personajes de ese cuento siniestro que me contaba Río. Los transas, los
soldados, los perros. Marcos, el productor.
—Así que médico.
—Cirujano.
—Hace poco tuve que despedir a mi mamá allá en Perú. Murió de un cáncer,
eh, ginecológico. La tomó toda después, la vaciaron pero lo descubrieron tarde
ya.
—Lo siento.
—No, muy triste eso. Feo el trabajo suyo, doctor. Ver todas esas cosas,
¿no?
—Y… hay que acostumbrarse.
—¿Y le gusta trabajar ahí en su hospital?
—Algunos días menos que otros, digamos.
Entendiendo tarde el comentario irónico, Marcos estalló con una carcajada
vulgar. Terminó de reírse en fade.
—Nosotros estamos preocupados, doctor. Por un lado nos está yendo muy bien
con el Gringo.
Luis Alberto se retorcía con una sonrisa feliz. Dijo:
—Me invitó Vicentico el de Los Cadillacs a tocar con él en un festival. Y
Calamaro, conocí un estudio que tiene. Dijo que me va a llamar, también. Que le
copa lo que hago.
Luna desechó el sentimiento de incredulidad. Podía esperar todo de este
país y sus putos artistas progresistas y eclécticos. Su impostada conciencia de
lo popular. Su empatía millonaria hacia la mugre.
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