lunes, 6 de julio de 2015

Madrugada en el Manila

A las dos y media de la mañana llego al Manila.
El gimnasio queda enfrente de Plaza Once, en un sótano mugriento y oscuro. Está abierto las veinticuatro horas  y en cualquier horario podés encontrar gente.
La luz blanca alumbra las paredes de simple revoque gris. El olor a transpiración —el de este momento y el acumulado después de años de cuerpos haciendo sombra y tirando guantes— cubre el sótano con su perfume agrio y violento.

Camino bajo la mirada sospechosa de cinco o seis pintas que no me conocen y se mantienen en guardia hasta que saludo a Telmo, el mayor de los gitanos.
Es la primera vez que entro acá sin el Chato, pienso.
El Gitano Chico, Jesús, está haciendo guantes con el Africano, un negro grandote y duro como una caja de caudales. El Africano habla poco y en un español primitivo, plagado de monosílabos, Nadie sabe qué historias o qué pesadillas lo trajeron hasta esta ciudad, en el culo del mundo. Pero no importa mucho. El pasado no es importante en el Manila. Lo único que hace la diferencia ahí es querer arrancar de cero y saber pelearla, y el Africano sabe.
Telmo me saluda con la toalla en la mano, lista, por si el Africano se ceba.
El Gitano Chico se mueve alrededor del negro como si estuviese bailando, pega y sale rápido, siguiendo las indicaciones de su hermano, pero no va a ser suficiente. Cuando el Africano lo encuentre con dos golpes en la cabeza y un gancho, el asunto estará liquidado. Antes de verlo desparramado en la lona, Telmo da por terminada la pelea de un toallazo.

(Kike Ferrari y Juan Mattio, Punto ciego, Buenos Aires, Vestales, 2015, pág 110)


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