sábado, 10 de enero de 2015

Aurora y crepúsculo

No doy mucho interés a esas cosas de la naturaleza, prefiero la calle, casas, gente andando por las aceras para ir aquí o allá, coches corriendo por el asfalto, pero hay dos cosas que me gustan: los árboles y las puestas de sol. El alba también, pero el problema del nacimiento del sol es que solo es interesante durante unos momentos. A mi madre le gustaba la ópera, uno de sus artistas preferidos en Enrico Carusso, y a ella le gustaba especialmente la matinata de L’Aurora di Bianco Vestita, de Leoncavallo. En esa música está dicho el problema de la aurora. La aurora solo es agradable para contemplarla cuando el sol, una rutilante esfera roja, va surgiendo en el horizonte, pero eso dura solo unos minutos, en seguida la bola roja se convierte en una brutal fuente de luz blanca, apoteósica, imposible de contemplar. Es eso: cuando la aurora se presenta vestida de blanco queda muy bonita en la música de Leoncavallo y en la voz de Carusso, pero en la vida real resulta insoportable. La puesta de sol, al contrario, va ganando belleza continuamente, como en el poema de Keats: A thing of beauty is a joy for ever, its loveliness increases, como aquella belleza que yo estaba contemplando, la puesta de sol, que nunca es agresiva, a no ser que se considere como una forma de agresión la melancolía que lo invade a uno en la hora en que el crepúsculo se instala el mundo precediendo la noche.

(Rubem Fonseca, El Seminarista, Barcelona, RBA Libros, 2011, pág 77)


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