viernes, 15 de agosto de 2014

Diezmo

Una cosa de Brooklyn; nunca tienes que caminar mucho antes de encontrar una iglesia. Están por todas partes del municipio. La que encontré estaba en la esquina de Court y Congress. La iglesia estaba cerrada y la verja con llave, pero un cartel me dirigía a la capilla de San Elisabeth Seton, justo a la vuelta de la esquina. Una portilla daba a una capilla de una planta metida entre la iglesia y la casa del cura. Caminé por un patio lleno de hiedra con una placa que proclamaba ser el lugar de entierro de Cornelius Heeney. No me molesté en leer quién era o por qué lo habían plantado allí. Caminé entre filas de estatuas blancas a la pequeña capilla. La única otra persona adentro era una irlandesa frágil de rodillas en un banco delantero. Tomé asiento hacia la parte de atrás.
Es difícil acordarme de cuándo empecé a haraganear en las iglesias. Empezó en algún momento después de dejar el cuerpo, en algún momento después de dejar la casa de Syosset y marcharme sin Anita y los chicos a un hotel en Oeste 57. Supongo que las encontraba como reductos de paz y tranquilidad, dos cosas que son difíciles de encontrar en Nueva York.
Me quedé en ésta durante quince o veinte minutos. Era tranquila, y simplemente sentado allí, perdí algo de lo que había sentido antes.
Al marcharme, conté ciento cincuenta dólares y, saliendo, metí el dinero en el cepo marcado «para los pobres». Comencé a dar diezmos no mucho más tarde de que empezara a pasar ratos perdidos en las iglesias, y no sé por qué empecé o por qué nunca he parado de hacerlo. La pregunta no me atormenta demasiado. Hay infinidad de cosas que hago sin saber por qué.
No sé lo que hacen con el dinero. No me importa mucho. Charles London me había dado mil quinientos dólares, un acto que no parecía tener más sentido que el pasar una décima parte de esa suma a los pobres no especificados.
Había una estantería de velas votivas y paré a encender un par de ellas. Una para Barbara London Ettinger, que llevaba mucho tiempo muerta, si no tanto como el viejo Cornelius Heeney. Otra para Estrellita Rivera, una niña que llevaba casi tanto tiempo muerta como Barbara Ettinger.
No recé. Nunca lo hago.

(Lawrence Block, Cuchillada en la oscuridad, Gijón, Júcar, 1991)


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