Una cosa de Brooklyn; nunca tienes que caminar mucho antes
de encontrar una iglesia. Están por todas partes del municipio. La que encontré
estaba en la esquina de Court y Congress. La iglesia estaba cerrada y la verja
con llave, pero un cartel me dirigía a la capilla de San Elisabeth Seton, justo
a la vuelta de la esquina. Una portilla daba a una capilla de una planta metida
entre la iglesia y la casa del cura. Caminé por un patio lleno de hiedra con
una placa que proclamaba ser el lugar de entierro de Cornelius Heeney. No me
molesté en leer quién era o por qué lo habían plantado allí. Caminé entre filas
de estatuas blancas a la pequeña capilla. La única otra persona adentro era una
irlandesa frágil de rodillas en un banco delantero. Tomé asiento hacia la parte
de atrás.
Es difícil acordarme de cuándo empecé a haraganear en las
iglesias. Empezó en algún momento después de dejar el cuerpo, en algún momento
después de dejar la casa de Syosset y marcharme sin Anita y los chicos a un
hotel en Oeste 57. Supongo que las encontraba como reductos de paz y
tranquilidad, dos cosas que son difíciles de encontrar en Nueva York.
Me quedé en ésta durante quince o veinte minutos. Era
tranquila, y simplemente sentado allí, perdí algo de lo que había sentido
antes.
Al marcharme, conté ciento cincuenta dólares y, saliendo,
metí el dinero en el cepo marcado «para los pobres». Comencé a dar diezmos no
mucho más tarde de que empezara a pasar ratos perdidos en las iglesias, y no sé
por qué empecé o por qué nunca he parado de hacerlo. La pregunta no me
atormenta demasiado. Hay infinidad de cosas que hago sin saber por qué.
No sé lo que hacen con el dinero. No me importa mucho.
Charles London me había dado mil quinientos dólares, un acto que no parecía
tener más sentido que el pasar una décima parte de esa suma a los pobres no
especificados.
Había una estantería de velas votivas y paré a encender un
par de ellas. Una para Barbara London Ettinger, que llevaba mucho tiempo
muerta, si no tanto como el viejo Cornelius Heeney. Otra para Estrellita
Rivera, una niña que llevaba casi tanto tiempo muerta como Barbara Ettinger.
No recé. Nunca lo hago.
(Lawrence Block,
Cuchillada en la oscuridad, Gijón,
Júcar, 1991)
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