jueves, 19 de junio de 2014

Minas

El viejo volvió a levantar la cabeza, apenas lo suficiente como para mirarlo por sobre los anteojos que se habían deslizado hacia adelante. Después, sin contestarle, retornó a los papeles: cuidadosamente, con movimientos tan precisos y delicados que uno no tenía más remedio que pensar que amaba ese laburo de trampearle a la ley y las fronteras. Habló mientras dibujaba la C con un rotundo trazo, sin alzar los ojos.
—No digo tanto, aunque algo tenés que haber cambiado. En otra época no hubieras metido a una mujer en el asunto.
—Yo no la metí, se metió sola.
—Vamos, la gente siempre se mete sola. Digo que antes la hubieras espantado.
Cairo caminó nuevamente hasta la ventana y espió hacia la calle. Pero era inútil darle vueltas al asunto para encontrar alguna explicación convincente: el viejo le había dado en la matadura y estaba de acuerdo con él: algo tuvo que quebrarse adentro sin que se diera cuenta; debía estar muy ablandado para aceptar la situación sin corcovear, como lo estaba haciendo.
—Por ahí es la edad.
Habló en voz baja pero lo bastante fuerte como para que Salgado lo escuchara. Por segunda o tercera vez desde que se llevara a la mujer del bulín de Páez pensó en dejarla en banda, en desaparecer y que la se las arreglara como pudiera. Con Páez o sin él, pero lejos suyo.
La voz de Salgado volvió a llegar lenta, precisa, verbalizándolo implacablemente.
—Lo peligroso que tiene este negocio es la costumbre, la ganas de quedarse que agarran a veces, de armar una situación que te mantenga inmóvil. Y en toda mina está ese riesgo: las mujeres son como las raíces, Cairo. La mayoría de la gente las necesita porque ayudan a quedarse quieto. Hay seguridad en una mina, calor: son un rincón húmedo y tibio, un descanso. Pero vos no podés darte el lujo de descansar.


(Rubén Tizziani, Noches sin lunas ni soles, Buenos Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág 102)

No hay comentarios:

Publicar un comentario