Desde la puerta comprendió lo que pasaba, no había
necesidad de mirar, pero se sintió atraído por el espectáculo, como atraen los
accidentes de carretera a los viajeros que circulan por ella y se acercan con
el mismo miedo morboso a lo que pueden ver. En el pasillo sonó un teléfono.
Durante unos instantes formó parte del paisaje, enfermeras y médicos peleándose
por la jeringuilla de adrenalina, conmoción, el traqueteo del carro de
reanimación cardiopulmonar. Se sintió eclipsado, el resultado manifiesto
ya, el futuro decidido. Volvió a ser consciente del teléfono. No sabía cuánto
tiempo llevaba sonando, pero comprendió que en la planta no había nadie para
responder. Se dirigió al mostrador, pasó el brazo sobre listón del borde,
descolgó y dijo ¿sí?
Una breve pausa. Luego:
—Me gustaría conocer el estado de la muchacha que
ingresaron hace un par de días, con sobredosis.
Drake miró por el pasillo, ahora vacío, y no oyó más que
la voces apagadas del personal y las señales de las constantes vitales del
aparato instalado en la habitación de la chica.
—Tomaré nota de su mensaje —respondió Drake, sintiéndose
idiota pero buscando un bolígrafo de todos modos.
—No —repuso la voz—, no hace falta, sólo quería preguntar.
¿Pueden decirme cómo se encuentra?
Algo en la voz, una aspereza, como quien hace gárgaras con
piedrecillas.
—¿Hunt? —preguntó Drake.
—¿Perdón?
Una pausa.
—No cuelgue. Conocí a su esposa hace unos días.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Hunt.
Drake apenas podía creérselo.
—La conocí hace unos días. Yo buscaba quien me diera
clases de equitación. Fue antes de que supiéramos nada de usted.
—¿Qué saben de mí ahora?
El ayudante del sheriff
se lo dijo.
—Yo era el que estaba en las montañas —le informó—. Está
usted metido en un buen lío, Hunt. Más de lo que imagina.
(Urban Waite, El terror de vivir, Barcelona, Ediciones
Urano, 2011, pág 254)
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