—Tú debes de conocerlo mejor.
Pensé en lo que significaba conocer bien
a Henry Oso en Pie y en lo mucho que abarcaba esa afirmación.
—No sé si lo conozco mejor que nadie
—me detuve un instante, pero eso no era suficiente para ella—. Hace unos diez
años estuvimos en Sturgis en esa porquería de rally de motos que hacen todos los años. Les hacían falta refuerzos
y, si eres un oficial de policía fuera de servicio, puedes ganar mucho dinero
en un fin de semana. Estaba ahorrando para Cady, para regalarle un coche, y
supuse que unos miles de dólares extra me vendrían bien. Henry nunca había
estado, por lo que decidió apuntarse al sarao, así que allí estábamos los dos a
la mañana siguiente, sentados en una cafetería cutre junto al museo de las
motos, cuando le digo a Henry que, si alguna vez se me vuelve ocurrir ir a
Sturgis, me atice en la cabeza con una llave inglesa. Entonces, un tipo
indio...
—Nativo americano.
—Un nativo americano se acerca y se
planta delante de nosotros. Un tío tan grande como Henry, así que me pongo a
repasar mentalmente las caras de los tipos a los que he encerrado a lo largo
del fin de semana por conducir en estado de embriaguez, agresión con
agravantes, escándalo público, imprudencia temeraria o por cruzar la calle de
forma imprudente. No me suena pero, cuanto más miro la cara del tío, más
convencido estoy de haberlo visto antes. Entonces Henry deja de masticar beicon
y, con la vista todavía puesta en el plato, dice: “¿Qué tal te va?”. Yo sigo
sin quitarle la vista de encima el tío, pero, joder, soy incapaz de establecer
la conexión. Es guapo, rondará los treinta, pero se ve que ha vivido mucho. El
tipo responde: “Bien, ¿y a ti?”. Miro a Henry, pero el sólo responde: “No me
quejo, tú”. Ya sabes que siempre usa un pronombre personal el final de la frase.
Pues bien, el tipo se queda allí un minuto más, saca un cigarrillo y lo
enciende. A continuación dice: “¿Quién lo diría?”. Y sin mediar más palabra se
da la vuelta y sale del local. Al verlo marchar, caigo la cuenta. Camina igual
que Henry. Me giro para mirarlo y ante decir nada me suelta: “Mi medio
hermano”, y no dice nada más. Al parecer, llevaba quince años sin hablarle. Y,
por lo que sé, desde entonces tampoco ha vuelto a hacerlo.
(Craig Johnson,
Fría venganza, Madrid, Siruela, 2012,
pág 80)
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