No doy mucho interés a esas cosas de la naturaleza,
prefiero la calle, casas, gente andando por las aceras para ir aquí o allá,
coches corriendo por el asfalto, pero hay dos cosas que me gustan: los árboles
y las puestas de sol. El alba también, pero el problema del nacimiento del sol es
que solo es interesante durante unos momentos. A mi madre le gustaba la ópera,
uno de sus artistas preferidos en Enrico Carusso, y a ella le gustaba
especialmente la matinata de L’Aurora di
Bianco Vestita, de Leoncavallo. En esa música está dicho el problema de la
aurora. La aurora solo es agradable para contemplarla cuando el sol, una
rutilante esfera roja, va surgiendo en el horizonte, pero eso dura solo unos
minutos, en seguida la bola roja se convierte en una brutal fuente de luz
blanca, apoteósica, imposible de contemplar. Es eso: cuando la aurora se
presenta vestida de blanco queda muy bonita en la música de Leoncavallo y en la
voz de Carusso, pero en la vida real resulta insoportable. La puesta de sol, al
contrario, va ganando belleza continuamente, como en el poema de Keats: A thing of beauty is a joy for ever, its
loveliness increases, como aquella belleza que yo estaba contemplando, la
puesta de sol, que nunca es agresiva, a no ser que se considere como una forma
de agresión la melancolía que lo invade a uno en la hora en que el crepúsculo
se instala el mundo precediendo la noche.
(Rubem Fonseca,
El Seminarista, Barcelona, RBA Libros,
2011, pág 77)
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