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domingo, 15 de septiembre de 2013

Mañana

Me pica y me rasco. Gari-gari. Otra noche sin dormir. No he pegado ojo. Los ojos fatigados y doloridos. El sol de primera hora de la mañana ya entra por la ventana, iluminando el polvo y las manchas de la habitación de ella, el sonido de los martillazos infiltrándose junto con la luz.
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton
Me incorporo hasta sentarme en el futón. Me miro el reloj.
Chiku-taku. Chiku-taku. Llego tarde.
¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota!
Me levanto del futón. Me pica y me rasco. Gari-gari. Me pongo la camisa y los pantalones. Gari-gari. Voy hasta el genkan. Gari-gari. Me ato los cordones de las botas. Gari-gari
Maldigo. Maldigo. Maldigo
Me giro para decir adiós.
Pero ella no se mueve, de espaldas a la puerta, de cara a la pared, al papel, a las manchas.
Me maldigo a mí mismo
Cierro la puerta y me alejo corriendo por el pasillo. Bajo las escaleras corriendo y salgo del edificio. Salgo de las sombras y me adentro en la luz. Esta mañana la luz brilla mucho y las sombras son muy oscuras, y entre ambas manchan y destiñen la ciudad hasta dejarla en blanco y negro. Las moles de cemento blanco, las ventanas negras y vacías. Las aceras y las calzadas blancas, los árboles y los postes de telégrafos negros. Las láminas de metal blancas, las montañas de escombros negras. Las hojas blancas, las hierbas negras. Los ojos blancos y la piel blanca de los Perdedores, las estrellas blancas y los uniformes negros de los Vencedores.
Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton. Ton-ton
Hoy no hay colores. No hay colores en esta luna.
         
(David Peace, Tokio año cero, Barcelona, Mondadori, 2013)


sábado, 14 de septiembre de 2013

Sindicato

—Antes de que nos pusieran en zona prohibida, cada una tenía quince clientes al día —me dice—. Cada cliente pagaba cincuenta yenes, y de eso la mitad era para el encargado y la otra mitad nos la quedábamos.
 —Eso es casi cuatrocientos yenes al día —dice Nishi, de pronto.
 —Casi cuatrocientos —dice la señorita Kato—. Pero eso era antes.
 —¿Y cuántos clientes venían al día?
—Por entonces casi cuatro mil al día.
—¿Y cuántas chicas había?
—Trescientas.
—Eso hace cien mil yenes diarios para la empresa —exclama Nishi—. ¡Cien mil yenes diarios!
—Pero eso era antes —repite la señorita Kato—. Antes de que nos declararan zona prohibida para los soldados.
—¿Y ahora? —le pregunto—. ¿Cuántos vienen ahora?
—Unos diez —dice ella—. Veinte como mucho.
—¿Y para qué tenéis un sindicato? —le pregunto.
—Para hacerle una petición al general MacArthur. —La señorita Kato sonríe—. Al encargado se le ocurrió que si escribíamos al general MacArthur como sindicato, pidiéndole que dejara que sus tristes y solitarios marines vinieran aquí, entonces el general permitiría que el International Palace volviera a abrir.
Niego con la cabeza. Les damos las gracias.
Les hacemos una reverencia. Nos marchamos.
Marcharse. Marcharse
Quiero irme de este sitio. De este país. Quiero huir de este lugar. De este corazón. Quiero encontrar al conductor. Ya
Vuelvo a entrar en uno de los barracones.
Nishi me sigue. Escaleras arriba.
En el pasillo hay una chica. En el pasillo hay una chica desnuda. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas que no puede tener más de catorce años. En el pasillo hay una chica desnuda a cuatro patas que no puede tener más de catorce años y a quien está penetrando por detrás un Vencedor, mientras ella mira por el pasillo interminable en dirección a Nishi y a mí, con las lágrimas cayéndole por las mejillas, cayéndole por las mejillas y dentro de la boca, diciendo:
—Oh, qué bueno, Joe. Gracias, Joe. Oh, qué bueno, Joe. Gracias, Joe. Oh, oh, Joe…
Está mejor muerta. Yo estoy mejor muerto…
Esto es América. Esto es Japón. Esto es la democracia. Esto es la derrota. Ya no tengo país. De rodillas o de espaldas, con sangre y semen en los muslos. Ya no tengo corazón
Las piernas abiertas, el coño inflamado por las pollas y el pus.
No quiero tener corazón. No quiero tener corazón…
Gracias, emperador MacArthur.
No quiero tener país…
Dômo, Hirohito.
       
(David Peace, Tokioaño cero, Barcelona, Mondadori, 2013)


viernes, 13 de septiembre de 2013

La Asociación de Recreo y Diversión


El 15 de agosto del año pasado, minutos después de que el Emperador se rindiera, el Consejo de la Policía Metropolitana convocó a los presidentes de los siete principales gremios del mundo del ocio de Tokio. Entre ellos estaban los jefes de las asociaciones de restaurantes, cabarets, geishas y burdeles. El jefe del Consejo de la Policía Metropolitana tenía miedo de que los Vencedores llegaran pronto a Japón y se pusieran a violar a nuestras esposas e hijas, a nuestras madres y hermanas. El jefe quería algo que hiciera de «amortiguador», de manera que les presentó una propuesta. Les sugirió que los jefes de las asociaciones de restaurantes, cabarets, geishas y burdeles formaran una sola asociación central que satisficiera todas las necesidades de los Vencedores y les proporcionara distracción. Y les prometió que a esta nueva asociación no le faltarían fondos.
Así nació la Asociación de Recreo y Diversión.
A los nuevos empleados se los encontraba o se los compraba entre las ruinas de las ciudades y en el campo. Se reabrieron o se crearon salones de baile y casas de ocio de la noche a la mañana, y la más grande y famosa de todas fue el International Palace, una antigua fábrica de municiones situada más allá de los confines orientales de Tokio. Cinco de las residencias de sus empleadas se convirtieron en burdeles. Una parte de la antigua dirección se quedó para administrar el nuevo negocio, y algunas de las chicas más guapas se quedaron para servir a los nuevos clientes, los Vencedores.
Porque en el Palace solo se admitía a los Vencedores.
Solo a los Vencedores se les permitía ir a soltar sus bombas.
Pero el trabajo era duro, y el volumen de trabajo enorme.
La mayoría de las primeras chicas acabaron en el hospital.
Muchas de las demás se suicidaron.
Mejor muertas…
La segunda remesa de chicas eran geishas, prostitutas y camareras, adúlteras frecuentes y pervertidas sexuales, chicas hechas de una pasta más dura, demasiado dura para algunos, porque esa primavera el International Palace fue declarado zona prohibida.
Supuestamente.
       
(David Peace, Tokio año cero, Barcelona, Mondadori, 2013)


jueves, 12 de septiembre de 2013

Bombardeo

El viento sigue soplando mientras la sirena empieza a sonar, mientras la voz de la radio de ella anuncia que los aviones enemigos ya están en la punta sur de la península de Izu, y luego las sirenas empiezan a sonar con más fuerza y la voz se vuelve más apremiante y Yuki corre hasta el armario, abre la puerta corredera y se mete entre las mantas, con el corazón a cien y los ojos muy abiertos, escuchando ya el petardeo de las bombas incendiarias o los silbidos de las bombas de demolición.
 Primero viene la lluvia y luego los truenos
 –Vuelvo en un momento –le digo yo.
 Esta noche yo no tendría que estar aquí
 Bajo las escaleras y salgo a la calle.
 La gente está corriendo, escarbando.
 Tendría que estar en mi casa
 Escondiendo cosas en el suelo de tierra.
 En sus refugios.
 ¡Pum! ¡Pum!
 Las baterías antiaéreas se han activado, los reflectores surcan el cielo, sorprendiendo a los aviones mientras empieza el fuego.
 Gente con maletas, gente en bicicleta.
 ¡Bombardeo! ¡Bombardeo! ¡Llega el bombardeo!
 Huelo humo. Me pongo la capucha de los bombardeos.
 ¡Rojo! ¡Rojo! ¡Bomba incendiaria!
 Miles de pasos en la calle.
 ¡Corred! ¡Corred! ¡Coged un colchón y arena!
 El ruido ensordecedor del cielo.
 ¡Bombardeo! ¡Bombardeo! ¡Llega el bombardeo!
 Me caigo al suelo, al suelo de tierra.
 ¡Negro! ¡Negro! ¡Ya llegan las bombas!
 Pero ya no hay más que silencio.
 ¡Tapaos los oídos!
 Me vuelvo a levantar. Entro corriendo en la casa.
 ¡Cerrad los ojos!
 Subo las escaleras y entro en el armario para coger en brazos a Yuki, para sacarla de la casa, a la calle, las casas en llamas, la tienda de la esquina, mientras el viento arrecia y las chispas vuelan, la llevo en brazos por el puente, el canal lleno de gente, un callejón en llamas, y el siguiente y el siguiente, el cruce bloqueado en las cuatro direcciones por animales de compañía y bebés, perros y niños, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, soldados y civiles, dando tirones y agarrones, repartiendo golpes y empujones, dando tumbos y cayéndose, yendo a parar al suelo con cada nuevo petardeo, con cada nuevo silbido, pisoteando y aplastando a los más pequeños y a los más viejos, soltando una mano y perdiendo a una criatura, llamando a gritos y dando media vuelta, repartiendo empujones y golpes, dando tumbos y cayendo, pisoteando y aplastando.
 Yo no tendría que estar aquí
 Tengo que decidir para dónde voy, hacia dónde escapar; por tres de los lados las casas están en llamas, todo el mundo está empujando en la única dirección que queda, pero en esa dirección no hay campos, solo hay edificios.
 ¡Bombardeo! ¡Bombardeo! ¡Llega el bombardeo!
 Me tiro a la zanja que hay a un lado de la calle con Yuki todavía en brazos y embadurno nuestras capuchas y nuestras mantas de barro negro y agua oscura. Vuelvo a cargar con Yuki y la saco de la zanja, en dirección al incendio, en dirección a las llamas, pero ahora ella está luchando para soltarse de mis brazos, desesperada por escapar.
¡Negro! ¡Negro! ¡Ya llegan las bombas!
–¡Olvídate del fuego! –le susurro–. Olvídate de las bombas y confía en mí. Al otro lado de estas llamas está el río, al otro lado de estas llamas hay vida…
¡Tapaos los oídos! ¡Cerrad los ojos!
Ahora Yuki se agarra con fuerza y asiente con la cabeza, mientras regresamos corriendo a los incendios, mientras regresamos a las llamas.
Regresamos a la guerra, a mi guerra
         
(David Peace, Tokio año cero, Barcelona, Mondadori, 2013)