Casi esperaba que Tommy llamase a la rejilla del confesionario. Siempre
había tenido el don de la oportunidad. Siempre parecían hacer las paces en el
confesionario. Una vez al año, o dos, Tommy iba a confesarse. En Navidad, en
Pascua, Tommy lo buscaba. Aparecía la inconfundible voz al otro lado de la
rejilla, y la predecible suposición irlandesa de que los pecados carnales eran
los únicos que importaban. Estaba el predecible adulterio. Con el predecible
eufemismo, “acciones impuras”. Y la predecible farsa de que no lo reconocía. Por
lo menos hasta después de encomendarle la penitencia. Y luego: “Te has pasado
un poco, ¿no te parece, Des?”.
Tenía más de exorcismo que de confesión. Un rito pagano. Para Tommy el
confesionario era el campo de batalla fraternal, un campo de minas que debía
explorar para hallar ventajas. Su foro. El lugar donde podía ser más abierto.
Tom Spellacy pensó: Esta Lois Fazenda es una mina de oro. Un imán para
cualquier gurú de pacotilla, psicólogo o experto, en grafología o cualquier
otra cosa. Para no hablar de los periódicos. La vida y milagros de Lois Fazenda
con fotos de la chica en bañador. Alguien estaba haciéndose de oro con Lois
Fazenda en bañador, de eso estaba seguro. Costaba abrir un periódico sin
encontrar el antiguo asesinato sin resolver de una chica, acompañado de una
foto de Lois Fazenda en traje de baño y el titular: “¿DÓNDE ESTÁ LA CONEXIÓN
PERDIDA?” La conexión perdida eran las tetas y el culo, eso era sencillo. Se
preguntó cuántos chavales se la estarían pelando con el Express. Por lo menos ellos sacaban algo del asunto. No parecía
haber más que callejones sin salida. Suponía que eso era bueno. Los callejones
sin salida significaban más trabajo, y cuanto más trabajo hubiera, menos tiempo
tendría para preocuparse por Corinne. Y por Mary Margaret.
… tenía diez investigaciones y Crotty se había tomado el día libre para
comprarse un motel en Culver City. Para repasar la letra pequeña, había dicho. No
preguntó de dónde había sacado Crotty el dinero para la entrada. “Tengo unos
socios chinos”, fue la única explicación que él le dio por voluntad propia. Lo
que significaba que, como subcomandante de guardia, tenía que cubrir a Crotty
mientras este andaba con sus chinos por Culver City. En las diez
investigaciones. El marica de Echo Park que le había enroscado una bombilla de
300 vatios a su novio por el culo. El agente de tráfico borracho y fuera de
servicio que había intentado disparar a una cucaracha en la pared de su
dormitorio y había matado a una anciana que paseaba el perro por delante de su
ventana. Un triple homicidio en el barrio japonés que no desentrañarían ni en
un millón de años. Un extraño suicidio en el norte de Hollywood. El asesinato
de un negro en Silver Lake. En este no le gustaba pensar. Recuerdos. Tenía a la
puta que lo había montado todo. Un negro tan contento recibiendo una limpieza
de sable en el motel Silver Lake y entra otro negro y le mete tres balas en el
corazón, un triangulito la mar de mono, y la chica no recibe ni siquiera una
quemadura de pólvora. Tiene el envío del cliente en las amígdalas y no recuerda
nada. Ni el nombre del putero ni la apariencia del tirador. “Qué quieres que te
diga, Tom, estaba ocupada, no miraba a la puerta.”
Esa manera de llamarle “Tom” lo puso incómodo. Sabía que la chica lo
hacía adrede. Se conocían de los viejos tiempos. De Antivicio de Wilshire.
Durante los últimos veintiocho años, párroco de Santa María del Desierto
en Twenty-nine Palms. Supongo que es culpa mía que Des haya pasado tanto años
en Veintinueve. Así llaman a Twenty-nine Palms: Veintinueve. Cómo será estar
exiliado en un sitio donde tienen que contar las palmeras para ponerle un
nombre. Y no nos engañemos: Des estaba exiliado y yo era el responsable.
Yo y Des. Des y yo.
Des me dijo que quería hablar conmigo, de modo que el fin de semana
siguente fui con el coche hasta Twenty-nine Palms. No hay mucho que decir sobre
Veintinueve salvo que hay un montón de arena. Y de viejos. De Chicago, Detroit,
sitios así. Tipos que se jubilaron de la cadena de montaje de Magnavox o
Chrysler y se mudaron al desierto con su pensión del sindicato para tomar las
aguas y mitigar la artritis. Viejos cuyos tatuajes están desteñidos, cuyas
mujeres llevan redecillas para el pelo y cuyos hijos ya no llaman mucho. Gente
de barrios cien por cien irlandeses y polacos donde el viejo monseñor Bukich
les dejaba usar el salón de actos de la parroquia para sus reuniones sobre cómo
mantener a los negros fuera del vecindario. Hoy día varios de ellos viven en caravanas
y otros en casas de cemento barato con papel de aluminio en las juntas de las
ventanas para que no entre el calor. Me preguntaba a menudo cómo se entendía
Des con ellos. Estaba muy lejos de la mansión de tres plantas del cardenal en
Fremont Place donde Des había vivido en los viejos tiempos. Los buenos tiempos.
Hace un par de domingos
leía una nota de Guillermo Piro en Perfil en la que hacía referencia a una frase
de Bukowski que yo recordaba haber leído alguna vez. La cito de memoria: “un
buen libro te puede matar”. Ese mismo domingo, unas horas más tarde, me
encontraba leyendo las últimas páginas de Confesiones
verdaderas. Tenía lágrimas en los ojos, y me acordé de lo de Bukowski, y
supe que hay libros que no te matan, pero que pueden hacerte llorar. ¿Cuántas
novelas negras pueden arrancar lágrimas al lector? ¿Cuántas novelas, así, a secas? A mí, muy pocas.
Luego del texto de
Fresán en el prólogo y de la introducción a cargo del gran George Pelecanos,
uno ya está advertido acerca de la clase de libro que está a punto de abrir.
Pero claro, uno, lector ducho y algo agrandado, decide despojarse de todo
prejuicio y entrar al texto sin condicionamientos, intentando olvidar las
opiniones ajenas, incluso la de James Ellroy.
Desde luego, a las
veinte páginas, yo ya me preguntaba si los elogios no se estarían quedando un
poco cortos…
La novela comienza
narrada en primera persona por Tom Spellacy, exdetective de Homicidios de la
policía de Los Ángeles. Va en camino de encontrarse con su hermano Desmond,
quien lo convocó para hablar con él. Desmond es sacerdote en una parroquia olvidada
en el desierto californiano. Han pasado muchos años, veintiocho, desde un
episodio que fue determinante en la vida de los hermanos Spellacy. Durante este
primer pasaje, Tom nos pone en situación: los hermanos y sus
diferentes caminos, la vigencia de las tradiciones católicas en la
comunidad de origen irlandés y, por lo tanto, en la familia Spellacy. La eterna
tirantez, ese vínculo extraño de amor y odio, que unió a los hermanos a lo
largo de la vida. Todo en este capítulo desprende ese aroma melancólico de las
historias de fin de vida, de balance, ese cristal tintado que provoca la
proximidad de la muerte, y que da un nuevo perfil, una nueva visión a los
hechos del pasado. Porque, claro, Desmond ha llamado a su hermano para decirle
que se está muriendo.
Allí la historia viaja en el tiempo, hacia mediados de los cuarenta. Un narrador en tercera persona
nos muestra qué es de la vida de los dos hermanos. Uno, detective en plena actividad,
ahora en Homicidios, “removido” de Antivicio por algunos asuntos demasiado
turbios. Tiene una esposa desquiciada —que charla con san Bernabé—, hija monja
e hijo soldado, y la amante de rigor. Encima, vive en conflicto con el
burócrata de su jefe. El otro, auxiliar del cardenal y con aspiraciones de
cúpula, es un eficaz administrador y recaudador. Un político habilidoso y
sagaz, en suma, que afianza su carrera entre las recepciones para recaudar
fondos y los green de golf.
En esos días
aparece en un baldío de las afueras el cuerpo de una mujer. Está seccionado en
dos mitades. No hay sangre en el lugar. Lo han traído desde alguna otra parte. El
asunto cae en manos de Tom Spellacy y su compañero Frank Crotty. La
investigación, fogoneada por la prensa sensacionalista, empieza a contaminar a
mucha gente. Entre ellos a Jack Amsterdam, viejo conocido de Tom de la época en
la que supuestamente perseguía —y en realidad cobraba— a las putas. El problema es que Amsterdam tiene varios negocios
con la Iglesia Católica. Y en esos días, decir “negocios” y decir “Iglesia” era
estar hablando de Desmond Spellacy. Este vínculo es el que desatará la tormenta
entre los hermanos, cuando uno obligue al otro a optar por la conciencia o su
carrera.
El devenir de la
investigación —que nos arrastra a los mejores bajos fondos de Los Ángeles, sean
estos los moteles, los campos de golf en los que se cocina de todo, o los
funerales y los confesionarios— es el motor negrocriminal
de la historia. Motor que funciona perfectamente, y cuya potencia de mil
caballos impulsa el denso monstruo narrativo que se mueve debajo de la
superficie.
Porque, como todas
las grandes novelas, Confesiones
verdaderas también admite diferentes planos de lectura. Quien quiera leer
esta historia como una revisita al caso de Elizabeth Short —la Dalia Negra,
mítica víctima de un crimen nunca resuelto, que ha inspirado infinidad de
literatura y cine, entre ellos a James Ellroy— se encontrará con una novela
negra impecable. No le falta nada: la trama que se complejiza, que destapa
ollas asquerosas por doquier; un lenguaje que, a pesar de la traducción en
exceso castiza para el lector porteño, impacta por sus momentos de dureza e incorrección
política, con sus puntos más altos en las palabras del policía Frank Crotty.
Quien quiera ver
una pintura de un sector de la sociedad californiana de posguerra, el de los
descendientes de irlandeses católicos, se encontrará con un retrato en extremo
atento al detalle, que resulta a la vez crítico y cercano. Dunne, católico él
mismo, sabe de lo que habla, y habla desde adentro. Planta a sus personajes en
el corazón de ese micromundo en el que hasta los insultos tienen que ver con
Dios y María, en el que el status va
de acuerdo a qué obispo viene a decir la misa de tu funeral. La Iglesia
Católica californiana —omnipresente institución de uno de los más poderosos
estados de la poderosa potencia que acaba de ganar la guerra—, aparece como el
Sol alrededor del cual orbita toda la vida de la comunidad. Y “toda la vida” es
eso: pasa de todo. No obstante, creo que quien se quede con este costado de la
historia —el de “denuncia” de los manejos de una Iglesia liderada por hombres políticos—
se quedará con un costado (muy) menor de esta obra.
Hay un tercer plano
de lectura, que es el que más me interesa, y que es el de la relación que une a
los hermanos Spellacy. Esta lectura de “novela de hermanos” —si no existe ese
subgénero, habría que inventarlo— engloba, lógicamente, a todo lo anterior. En
la relación de Tom y Des por aquellos días de los cuarenta se concentra todo el
pasado y el futuro de sus vidas. Futuro que se vuelve presente en el capítulo
final, brillante por donde se lo mire, y nuevamente en la voz de Tom. En los
términos de ese vínculo fraterno Dunne se permite llevarnos a reflexionar
acerca del paso del tiempo, como bien indica Pelecanos, y acerca de la fe: los
dos hermanos son hombres de fe que parecen haber perdido la Fe. Con la educación
que han recibido debieron hundirse en un mundo que, finalmente, les hizo mella
y los infectó, como un virus o como la herrumbre que nunca descansa. Sin
embargo, absolución y redención son dos ideas que flotan en el final.
Confesiones verdaderas es una
novela descomunal que reafirma, por si aún quedasen dudas, que el género negro,
con sus convenciones, puede hablar del más profundo y complejo de los asuntos
del hombre. Claro que a no todos los autores les interesa hacerlo. Y muy pocos son
capaces de llegar hasta ese lugar.
Dunne es uno.
Traducción: Gabriel Dols Gallardo
10/12
PS: Confesiones verdaderasfue llevada al
cine en 1981. El director fue Uru Grosbald, con guión del propio Dunne —en esta entrevista habla de su trabajo como guionista— y su esposa Joan Didion. Los
hermanos fueron Robert Duvall, como Tom, y Robert De Niro, como Desmond.