Otra descarga, aún más violenta. Estaba ya a punto de
desfallecer.
—¡Basta! No sabe nada. Este imbécil está a punto de morir.
—Era de nuevo la voz familiar, susurrando a lo lejos. Era Sangre de Buey, que
quería librarme de aquel sufrimiento.
Otra voz:
—Vamos a tirarlo a un contenedor de basura.
Fue lo último que oí. Cuando recobré la conciencia abrí los ojos y vi
estrellas: era de noche. Me habían tirado en un vertedero, en una favela, entre
restos de comida, mierda, basura variada, cosa putrefactas, un hedor
nauseabundo. A mi lado, un muerto, un negro grandullón con el rostro desecho a
porradas y el cuerpo acribillado a balazos. Tengo que escapar de aquí, pensé.
Pero no conseguía ponerme en pie y fui arrastrándome, arrastrándome como un
gusano. Entonces recordé una frase que leí en un libro de Bruce Chatwin sobre
la importancia de la postura erecta. La postura erecta, aún más que
el desarrollo del lenguaje, aún más que el despertar del superego, entre esos
atributos del hombre que lo elevaron por encima del reino animal, la postura
directa era lo más importante. Anda, hijoputa, me dije, ponte en pie, erguido,
tío mierda, erguido.
Entonces, con gran esfuerzo, me arrodillé y luego,
lentamente, me fui irguiendo hasta que estuve en pie. Erecto. Poder salir de la
basura sin arrastrarme me dio una de las alegría mayores de mi vida. Fui andando,
vacilante pero erecto, con pasos lentos, pero erecto, como un hombre debe
caminar, Erecto.
Entonces, todo se oscureció.
(Rubem Fonseca,
El Seminarista, Barcelona, RBA Libros,
2011, pág 69)
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