La madre de Artie Cántico Corto vivía
en camino que se bifurcaban en la 566 en dirección al Parque Nacional Custer.
En aquel lugar proliferaban las cuevas, sus habitantes habían sacado provecho
de ellas introduciendo vehículos y remolques abandonados en los muros de roca
del pequeño cañón. Se trataba de un buen emplazamiento, quizás un poco
abarrotado y, a medida que avanzabas, los vehículos se volvían más antiguos.
Cuando llegamos a un tráiler del que sobresalía el conducto de una estufa por
el que se escapaba un hilo de humo, yo estaba preparado para encontrarnos con
la rueda primigenia. Le pedí a Henry que aparcase la camioneta cuesta abajo, en
la colina, y lo hizo a regañadientes. Una vez más, mientras esperaba, me pregunté
qué demonios estaba haciendo allí.
Bajé la ventanilla todo lo que pude, es
decir, hasta la mitad, y respiré. El aire del cañón contrastaba con el ambiente
rancio y caldeado de la camioneta. Había sólo una cosa que me gustaba del
cacharro de Henry, aunque no se lo había confesado nunca: el familiar aroma a
acero viejo, tierra y cuero. Yo había crecido en camionetas viejas como esa y
te daban una sensación de seguridad: esos trastos eran portadores de una
memoria que trascendía las marcas y las matrículas. Miré a mi alrededor, me
fijé en ese grupo de vehículos que parecían sacados de un sueño y pensé que la
nostalgia del Oeste giraba en torno a la movilidad. Ninguna de esas ruedas
echaría a andar de nuevo, pero ¿no habría antiguas pasiones todavía ancladas a
esos interiores achicharrado por el sol, a esos cuerpos herrumbrosos? Lo
dudaba, aunque la esperanza es siempre lo último que se pierde.
Estudié el estante con las armas que
recorría toda la pared de mi derecha y pensé en lo que la gente suele decir,
que las armas han convertido este país en lo que es hoy, y me pregunté si eso
sería bueno o malo. Una casta combativa, pero no la juzgaba con severidad, de
eso se encargaría la historia. Las diez guerras importantes y las incontables
refriegas de los últimos doscientos años hablaban por sí solas, pero eso era la
historia política, no la personal. Si bien a mi me criaron en un rancho, el
amor por las armas nunca me tocó, puede que mi padre tuviera algo que ver. En
su opinión, un arma era una herramienta, no una estúpida deidad. Los tíos que
le ponía nombre a sus armas le preocupaban tanto como a mí.
Pensé en lo que significaba conocer bien
a Henry Oso en Pie y en lo mucho que abarcaba esa afirmación.
—No sé si lo conozco mejor que nadie
—me detuve un instante, pero eso no era suficiente para ella—. Hace unos diez
años estuvimos en Sturgis en esa porquería de rally de motos que hacen todos los años. Les hacían falta refuerzos
y, si eres un oficial de policía fuera de servicio, puedes ganar mucho dinero
en un fin de semana. Estaba ahorrando para Cady, para regalarle un coche, y
supuse que unos miles de dólares extra me vendrían bien. Henry nunca había
estado, por lo que decidió apuntarse al sarao, así que allí estábamos los dos a
la mañana siguiente, sentados en una cafetería cutre junto al museo de las
motos, cuando le digo a Henry que, si alguna vez se me vuelve ocurrir ir a
Sturgis, me atice en la cabeza con una llave inglesa. Entonces, un tipo
indio...
—Nativo americano.
—Un nativo americano se acerca y se
planta delante de nosotros. Un tío tan grande como Henry, así que me pongo a
repasar mentalmente las caras de los tipos a los que he encerrado a lo largo
del fin de semana por conducir en estado de embriaguez, agresión con
agravantes, escándalo público, imprudencia temeraria o por cruzar la calle de
forma imprudente. No me suena pero, cuanto más miro la cara del tío, más
convencido estoy de haberlo visto antes. Entonces Henry deja de masticar beicon
y, con la vista todavía puesta en el plato, dice: “¿Qué tal te va?”. Yo sigo
sin quitarle la vista de encima el tío, pero, joder, soy incapaz de establecer
la conexión. Es guapo, rondará los treinta, pero se ve que ha vivido mucho. El
tipo responde: “Bien, ¿y a ti?”. Miro a Henry, pero el sólo responde: “No me
quejo, tú”. Ya sabes que siempre usa un pronombre personal el final de la frase.
Pues bien, el tipo se queda allí un minuto más, saca un cigarrillo y lo
enciende. A continuación dice: “¿Quién lo diría?”. Y sin mediar más palabra se
da la vuelta y sale del local. Al verlo marchar, caigo la cuenta. Camina igual
que Henry. Me giro para mirarlo y ante decir nada me suelta: “Mi medio
hermano”, y no dice nada más. Al parecer, llevaba quince años sin hablarle. Y,
por lo que sé, desde entonces tampoco ha vuelto a hacerlo.
Durant es un pueblito del condado de
Absaroka, en el estado de Wyoming, ese rectángulo en el corazón del Oeste. Allí
trabaja como sheriff Walter Longmire.
Un tipo grandote, que pasó los 115 kilos y los 50 años, que se quedó viudo hace
cuatro y que todavía intenta levantar cabeza luego de aquello. Narrador de Fría venganza, la primera de las diez
novelas que protagoniza, el bueno de Walt es aquí todo: un personaje entrañable, de esos que quedan en la memoria del
lector.
Fría
venganza comienza cuando un pueblerino dice haber
encontrado un cadáver en la montaña. Como el tipo es famoso por su afición al
alcohol, todos apuestan a que el hallazgo no será más que otra oveja. Pero no: es el joven
Cody Pritchard, agujereado por la bala de un fusil. Que Cody sea uno de los
muchachos juzgados —y absueltos— hace
unos años por la violación de una chica cheyene con deficiencia mental, y que
su cuerpo aparezca adornado con el elocuente mensaje indio de una pluma de
águila lanza a rodar este atrapante y muy bien escrito whodunit.
Walt Longmire tiene poco que ver con el
estereotipo del rústico sheriff. Universitario
y políticamente correcto —visita los tópicos de las cuestiones de género, las culturas
aborígenes, las armas—, mantiene la simpleza del hombre de la montaña y un férreo
sentido del honor. No trabaja solo, sino con la ayuda de todo un equipo: Vic,
la joven y atrevida oficial de ciudad que terminó trabajando en el campo;
Lucian, su mentor y predecesor en el cargo, ya retirado; y, muy especialmente, el
cheyene Henry Oso en Pie. Amigo de la infancia del actual sheriff, la vida los volvió a
cruzar en Vietnam, donde Walt era Policía Militar y Henry formaba parte de una
tropa de élite asesina. El indio dice que allí tomó conciencia “del objetivo y
la auténtica dimensión del poder del hombre blanco, así como su capacidad para
matar el mayor número de personas de la forma más eficiente posible”. A su
regreso organizó grupos activistas por los derechos de los nativos, y ahora, años más tarde, se
ocupa de llevar un bar, el Poni Rojo. Henry es el mejor secundario que tiene esta
historia y, muy lejos de la figura del simple “ladero”, es el aliado ideal de
Walt. Quien, sin embargo, no pierde de vista un hecho: Henry sigue siendo un miembro orgulloso de la etnia de la chica violada. Como tal ni
siquiera él está libre de sospecha: es otro de los que podrían querer muerto
al joven Cody y a sus cómplices.
En Fría
venganza el misterio, en la mejor tradición, se resuelve en las últimas
páginas. Mientras tanto, uno recorre esta novela negra con aroma a western que habla de la amistad, de las
tradiciones antiguas, de la historia y la relación entre el hombre blanco y los
pueblos que ha diezmado. Y también de la soledad de la que Walt no logra escapar (hay una escena al final del libro, que no puedo revelar, pero que es
antológica por lo emocionante y dolorosa).
La edición de Siruela es elegante y
prolja. De las mejores.
Traducción: María Porras Sánchez
8/14
Seguí pinchando: por similitudes en la prosa, en el escenario, en
la hondura de sus personajes, se me ocurre sugerirte que sigas pinchando por
James Lee Burke. Cualquier de sus obras, pero esta de acá es las que es más “del
Oeste”.
No doy mucho interés a esas cosas de la naturaleza,
prefiero la calle, casas, gente andando por las aceras para ir aquí o allá,
coches corriendo por el asfalto, pero hay dos cosas que me gustan: los árboles
y las puestas de sol. El alba también, pero el problema del nacimiento del sol es
que solo es interesante durante unos momentos. A mi madre le gustaba la ópera,
uno de sus artistas preferidos en Enrico Carusso, y a ella le gustaba
especialmente la matinata de L’Aurora di
Bianco Vestita, de Leoncavallo. En esa música está dicho el problema de la
aurora. La aurora solo es agradable para contemplarla cuando el sol, una
rutilante esfera roja, va surgiendo en el horizonte, pero eso dura solo unos
minutos, en seguida la bola roja se convierte en una brutal fuente de luz
blanca, apoteósica, imposible de contemplar. Es eso: cuando la aurora se
presenta vestida de blanco queda muy bonita en la música de Leoncavallo y en la
voz de Carusso, pero en la vida real resulta insoportable. La puesta de sol, al
contrario, va ganando belleza continuamente, como en el poema de Keats: A thing of beauty is a joy for ever, its
loveliness increases, como aquella belleza que yo estaba contemplando, la
puesta de sol, que nunca es agresiva, a no ser que se considere como una forma
de agresión la melancolía que lo invade a uno en la hora en que el crepúsculo
se instala el mundo precediendo la noche.
(Rubem Fonseca,
El Seminarista, Barcelona, RBA Libros,
2011, pág 77)
Otra descarga, aún más violenta. Estaba ya a punto de
desfallecer.
—¡Basta! No sabe nada. Este imbécil está a punto de morir.
—Era de nuevo la voz familiar, susurrando a lo lejos. Era Sangre de Buey, que
quería librarme de aquel sufrimiento.
Otra voz:
—Vamos a tirarlo a un contenedor de basura.
Fue lo último que oí. Cuando recobré la conciencia abrí los ojos y vi
estrellas: era de noche. Me habían tirado en un vertedero, en una favela, entre
restos de comida, mierda, basura variada, cosa putrefactas, un hedor
nauseabundo. A mi lado, un muerto, un negro grandullón con el rostro desecho a
porradas y el cuerpo acribillado a balazos. Tengo que escapar de aquí, pensé.
Pero no conseguía ponerme en pie y fui arrastrándome, arrastrándome como un
gusano. Entonces recordé una frase que leí en un libro de Bruce Chatwin sobre
la importancia de la postura erecta. La postura erecta, aún más que
el desarrollo del lenguaje, aún más que el despertar del superego, entre esos
atributos del hombre que lo elevaron por encima del reino animal, la postura
directa era lo más importante. Anda, hijoputa, me dije, ponte en pie, erguido,
tío mierda, erguido.
Entonces, con gran esfuerzo, me arrodillé y luego,
lentamente, me fui irguiendo hasta que estuve en pie. Erecto. Poder salir de la
basura sin arrastrarme me dio una de las alegría mayores de mi vida. Fui andando,
vacilante pero erecto, con pasos lentos, pero erecto, como un hombre debe
caminar, Erecto.
Entonces, todo se oscureció.
(Rubem Fonseca,
El Seminarista, Barcelona, RBA Libros,
2011, pág 69)
Me conocen como el Especialista, contratado para servicios
específicos. El Empresario dice quién es el cliente, me da las coordenadas del
servicio, y yo lo hago. Antes de entrar en lo que importa —Kristen, Ziff, D.S.,
Sangre de Buey— voy a contar cómo fueron algunos de mis servicios.
El último fue en la víspera de Navidad. El Empresario me
dio una dirección y me dijo dónde podría encontrar al cliente, que estaba dando
una fiesta para un montón de gente. Bastaba ir allí con un envoltorio de papel
de color y meterme en la casa. El Empresario era un fulano flaco y alto, muy
blanco, rubio, y andaba siempre de traje negro, camisa blanca, corbata negra y
gafas de sol. Me pagaba bien.
—El cliente va de Papá Noel, tiene una verruga en la cara,
al lado de la nariz, a la derecha.
Siempre, desde niño, he odiado a esos Papá Noel que andan
haciendo “¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!”. Sé que el odio es un arranque de insania, como dijo
Horacio: Ira furor brevis est, pero
nadie está libre de él. Me vestí bien, cogí una caja vacía e hice un paquete
grande, como un regalo. Metí bajo la camisa mi Beretta con silenciador y llamé
al timbre de la casa del cliente.
Por suerte para mi fue Papá Noel quien abrió la puerta.
—Entra, entra —dijo—. ¡Feliz Navidad!
—Haz “¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!” para mí —le pedí, mientras
comprobaba que tenía la verruga junto a la nariz.
Le pegué un tiro en la cabeza. Yo siempre apunto a la
cabeza. Con esos chalecos nuevos a prueba de bomba, aquella técnica de disparar
el tercer botón de la camisa para acertar en el corazón puede no funcionar.
(Rubem Fonseca,
El Seminarista, Barcelona, RBA Libros,
2011, pág 7)
De vez en cuando la vida pone en mis manos un libro de
Fonseca. Y cada vez me digo lo mismo: ¿cómo puede ser que esta literatura pase
a mi lado, mientras yo navego, indolente, por las aburridas mesas de novedades,
perdiendo la mirada en debutantes, descartables aprendices consagrados por una
industria a la que le importa poco la literatura? Será tal vez un mecanismo
inconsciente que ordena dosificar, para que cuando ya no haya nada nuevo por
leer, aún nos quede un libro de don Rubem en el que buscar refugio. Es que uno
debe andarse con cuidado en esto: la de Fonseca es una obra llamada a perdurar,
pero también una especie en peligro de extinción, muy difícil de hallar por
estas pampas. El Seminarista es su
última novela, aparecida en 2010.
El narrador es el Especialista. Su nombre es José, o Zé.
El tipo es un asesino a sueldo. Recibe los encargos del Empresario, y hace su
trabajo con el mayor profesionalismo.
Sin rencores, sin ensañamiento (salvo justificadas excepciones), sin saber nada
de sus víctimas, a los que llama “clientes”: disparo a la cabeza, y a otra
cosa. Así es la rutina de José, que un día nota una “flojera”, una especie de
sentimiento de culpa, lo peor en un matador profesional. Cuando cree que quizás
sea hora de dejar el oficio, entiende que no es fácil que el oficio lo deje a
él. Los encargos del Empresario siguen llegando, y en el medio, José conoce a
la bella Kirsten. Él, que siempre ha renegado de las mujeres, se enamora,
imagina futuros, y todos son lejos de la profesión.
José es, además de profesional, un hedonista, amante de la
lectura, el rock y las armas. De su paso por el seminario, le quedan las citas
latinas, las lecturas del Antiguo Testamento, y algunas amistades peligrosas —una
de ellas lleva el maravilloso nombre de Sangre de Buey— que aparecerán en una
trama enredada de asesinatos, tortura, traiciones, un disco con información
confidencial. José queda en medio de esa trama, y ya no se trata sólo de
salirse del oficio, sino de salvar su vida, la de Kirsten, su futuro.
La violencia omnipresente en El Seminarista es la misma que hemos leído, como una marca
registrada, en toda la literatura de Fonseca, sea negra o no tanto.La violencia que es a la vez emergente y
sostén de una situación que asigna a cada individuo un rol específico: el
asesino, su víctima, el pobre, el rico, el varón, la mujer. Es la violencia que
resulta, por lo tanto, la ordenadora del mundo.
La voz de José —un personaje de una agudeza inusitada, en
permanente reflexión sobre el Bien y el Mal—, es la herramienta que construye
Fonseca para llevar al lector también a las emociones profundas. Cuando José
habla de libros, de poetas, de su bella Kirsten, es imposible no recibir una
inyección de esa triste embriaguez tan carioca (*). No obstante, a no
confundirse: la acción, plagada de diálogos y en un estilo cortante y seco,
avanza veloz a través de las poco más de 140 páginas excelentes.
Hay algo en que los editores no se equivocan: hay mercado
y hay lectores, y no siempre son conjuntos coincidentes. Es así, Fonseca no es
para todos. Pero si estás leyendo este comentario, amigo, es muy probable que
no seas como todos. Mi consejo es que
estés atento y revuelvas lo que sea para encontrarte con cualquiera de sus
viejas ediciones en Norma, o alguna más reciente como las de Cuenco de Plata o
la chilena Tajamar. A menos que estés en España, donde RBA ha rescatado estos
cuatro libros suyos que, como es usual, nunca llegarán a estas costas.
Traducción: Basilio
Losada
9/14
Seguí
pinchando: podés encontrar un comentario a otro libro de Fonseca, el
volumen de cuentos titulado El Cobrador, pinchando aquí.
¿Qué otro te puede interesar? Por el nivel de violencia, por el profesionalismo
de su protagonista, por las citas cultas, en algún momento vino a mi cabeza el
recuerdo de Drive, de James Sallis,
un autor no tan lejano al universo de Fonseca. Podés ver comentarios aquí y
aquí.
(*):
disfrutá de la hermosa cadencia de la voz aguardentosa del propio Fonseca,
leyendo el comienzo de El Seminarista: