—Buenas noches —dijo Camonille al irse,
mientras el chico se peinaba el pelo largo.
—Buenas noches, señor Chávez —sonrío Benny.
Camonille se detuvo en la puerta y
preguntó:
—¿Tienes una cita esta noche?
—Sí —dijo el joven—, por eso me
apresuro. Tengo que recogerla en la ciudad. Ella está en un baile, pero plantará
el tipo que fue con ella y me esperará.
—Buenas noches, de nuevo —dijo Camonille.
Y caminó hacia el garaje. No había indicios del coche de Vera, pero aún
faltaban un par de minutos. De pronto comprendió que estaba realmente cansado y
entró en su “dormitorio”. Podría tumbarse un rato hasta que llegara Vera.
Ni siquiera se molestó en prender
la luz. Anduvo a tientas y se sentó en el borde del catre. Estaba tan oscuro en
ese estrecho espacio que al principio no se dio cuenta de que había alguien
allí.
Extendió las palmas. Sus manos
encontraron algo, y se sobresaltaron al tocar dos pechos.
Encendió un fósforo y vio la cara de Jan.
Ella tenía los ojos entornados, los labios entreabiertos.
—¿Sorprendido? —dijo. Estaba desnuda.
Fuera del garaje, sonaron dos
bocinazos. Camonille no largó el fósforo hasta que la llama le quemó los dedos.
Lo soltó y se quitó la ropa.
Se oyeron otros dos bocinazos.
(Bruce Elliott,
Uno es un número solitario, Buenos
Aires, La Bestia Equilátera, 2014, pág 79)
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