Fue a la cocina y se preparó un trago fuerte. Estaba
casi rojo de bourbon. Lo llevó al diván y se sentó, y el cordel volvió oscilar.
—Tim, no vuelvas a portarte como un caballero —dijo al
rato—. Como cuando estábamos en el jardín y te apunté con la manguera. Me dio
ganas de vomitar al verte goteando y sonriendo como si te hubiera hecho un
favor. Por amor de Dios, no te conviertas en un caballero.
—No temas. Por otra parte, ¿no estás abusando del trago?
Creí que eras la chica de los contrastes. Una vez me dijiste que beber era como
hacer el amor, tenías que abstenerte un tiempo para disfrutarlo.
Río entre dientes.
—¿De veras dije eso?
—De veras.
—Volviendo a lo del caballero... —Agitó el vaso—. Quiero
que quede bien claro. Puedo aguantar cualquier cosa menos a un caballero. He
pasado mucho tiempo con ellos, demasiado, y sé por qué lo caballeros son lo que
son. Deciden ser así después de probar todas las cosas reales sin lograr nada.
No lograron nada con las mujeres. No lograron plantarse con firmeza y actuar
como hombres. Así que se volvieron caballeros. No lograron ser individuos, y
una mañana se dijeron: “¿Qué puedo ser que no me cause problemas y no
signifique nada, pero aún así haga que todos me admiren?”. La respuesta es
sencilla. Sé un caballero. Tómate la vida con calma, llora para tus adentros, y
con la voz bien modulada.
Encendí un cigarrillo y soplé el humo contra la palma de
mi mano, mirando cómo se achataba y se propagaba a la luz de la lámpara. No
dije nada.
—Un caballero es un felpudo que ya no raspa la suela —rezongó
Virginia—. Míralos a veces. Incluso usan ropa de felpudo: lanuda.
Sonreí. Recordé la lana Harris. Sin duda esa mujer sabía
algo sobre lana Harris.
Puso el trago en el piso y se alejó del diván, todo en un
movimiento fluido, y luego me besó y pensé que me arrancaría cada mechón de
pelo de la cabeza. La alcé y la llevé por el comedor y por el oscuro pasillo que
conducía al dormitorio del fondo. La punta de sus sandalias raspaban el
empapelado del pasillo con un susurro.
La arrojé en la cama y ella sonrió. Dediqué las tres horas
siguientes a demostrar que no era un caballero ni tenía intenciones de serlo.
(Elliott Chaze,
Mi ángel tiene alas negras, Buenos
Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 95)
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