martes, 27 de septiembre de 2011

El Destripador está de regreso

1977, David Peace


Jack Whitehead y Bob Fraser son dos actores secundarios en 1974, primera parte del Red Riding Quartet. Estaba por poner “dos viejos conocidos”, pero eso no es del todo cierto. A ver: Jack sigue siendo columnista en el Yorkshire Post. Bob es el mismo sargento de la policía de West Yorkshire que ayudaba a Eddie Dunford en aquella historia tremenda.

Pero de ambos conocemos ahora algunas cosas más. Después de todo, son los protagonistas, y narradores de esta segunda parte. Bob tiene un pequeño hijo, único y frágil vínculo que lo une a su mujer. La relación con ella, hija de un policía que agoniza en el hospital y a quien debe cuidar sola, hace rato que no funciona. Más precisamente, desde que Bob se ve con Janice, una prostituta negra a la que conoció en un operativo antivicio, y cuyo polvo en el asiento del patrullero lo enamoró para siempre.

En cuanto a Jack, tres años más tarde su afición por la bebida no lo ha matado, pero tampoco ha disminuido. Sigue solo, aunque siempre duerme con alguna que otra chica fácil. Pero la que lo desvela, la que lo visita en sus pesadillas es su ex esposa, Carol.

Un sujeto a quien la prensa ha bautizado “el Destripador de Yorkshire” aparece como el responsable de toda clase de agresiones que se vienen cometiendo en los últimos años contra prostitutas de la zona. Varios de esos ataques llegaron al asesinato. No hay pistas firmes, pero el caso se convierte en una obsesión para Jack y para Bob, periodista y policía, investigadores arquetípicos. Y ambos enredados con prostitutas de Chapeltown, potenciales víctimas del Destripador.

En capítulos intercalados —que siempre comienzan con un extracto de un show radial de la época, recurso que le sirve a Peace para transmitir el clima de Yorkshire en aquellos días del Jubileo por los 25 años del reinado de Isabel—, Jack y Bob van hundiendo al lector en las tenebrosas profundidades de sus propias locuras. Ninguno de los dos es un narrador que esté en condiciones de transmitir de forma clara lo que está pasando, lo que van descubriendo. Los dos están tan personalmente atravesados por la historia que no alcanzan a tener la lucidez suficiente. Y ese desasosiego, esa confusión, esa desesperación pasa al lector.

Como en 1974, aquí también hay violencia de la pesada, de esa que resulta difícil de digerir. También hay corrupción policial (¿son todos suyos los crímenes que se le adjudican al Destripador?), y editores —de diarios, de porno— que no son ningunos santos. Existen conexiones argumentales con aquella primera parte, aunque ninguna tan vital que requiera la lectura previa de aquella.

Se sabe que David Peace se obsesionó con el caso del Destripador cuando era niño. Conservaba recortes de los diarios, y reconoció en una entrevista que se escapó de la escuela el día que lo detuvieron, sólo para poder verlo. Toda la angustia de aquellos días hoy aparece en estas dos novelas del cuarteto.

1977 es una historia compleja en su estructura, una historia de amor enfermizo, de odios, violencia extrema y locura, narrada con un lenguaje acertadamente seco, filoso, casi dañino. Una novela oscura e imprescindible.
Traducción: Manu Berástegui
9/11

jueves, 22 de septiembre de 2011

El país sin límites

En fin, aún faltaba un largo trecho para andar juntos, esa noche y los días que siguieran. La noche es larga, me dije, y el mañana siempre es incierto. Y en consecuencia, la pregunta que me hacía mientras atravesaba la ciudad de Corrientes, que dormía con la misma unanimidad con que reza y con que canta, no era ni cuándo ni cómo, no era ni siquiera por qué. La pregunta que me hacía era acerca de los límites. ¿Dónde estaban los límites? Y la respuesta era, obviamente, que no había límites, que ya no los había porque yo era hijo, y quizás uno de los hijos más sinceros, de un país en el que lo único que estaba verdadera y rotundamente claro era que lo ilimitado era norma, que todo lo que cualquier imaginación quisiese inventar era posible y que en todo caso se trataba de ver cuán pródiga o frenética era la propia.

(Mempo Giardinelli, El décimo infierno, Buenos Aires, Ediciones B, 2010, pág 68)

lunes, 19 de septiembre de 2011

Matando con el enemigo

El décimo Infierno, Mempo Giardinelli

El décimo infierno narra una historia de pasiones desbocadas, desenfrenadas, descontroladas. En fin, de pasiones. Y de muerte, mucha muerte. El escenario es nuevamente el caliente Chaco, lugar de nacimiento del propio Giardinelli, pero esta vez no estamos en época de la dictadura sino en los albores del tercer milenio.
Alfredo Romero es un operador inmobiliario de Resistencia. En este Payton Place argentino, Alfredo tiene una caliente relación íntima con Griselda, la apetecible esposa de su socio. Testigos de la inexplicable abulia de este último, y algo irritados por semejante pasividad, deciden matarlo. Así nomás, en una charla casual: “¿Y cómo lo haríamos?”
El plan de Alfredo y Griselda es la ausencia de plan: lo liquidan de un fierrazo. Y escapan. ¿Adónde? Al patio trasero del patio trasero, es decir, al Paraguay. Ese camino es un reguero de sangre vertiginoso que no da respiro al lector. En ese periplo tan violento como entretenido, Alfredo y Griselda eligen arrasar con la moral biempensante “clasemedia argenta” para vivir lejos de sus ataduras. ¿Que el precio es cargarse a unos cuantos infelices? ¿Y a quién le importa?
Recordando la recientemente comentada Luna caliente, da la sensación de que para un escritor de la talla de Giardinelli escribir El décimo infierno fue apenas un entretenimiento menor, un pasatiempo entre la escritura de obras mayores, ¿quién lo sabe? Pero no deja de ser una apreciación errónea. Escribir una nouvelle —apenas alcanza las 100 páginas— como esta no es un trabajo fácil o al alcance de cualquiera. Para nada. La novela se lee de un tirón, lo que es un mérito enorme. Está plagada de buenos cliffhangers que obligan a dar vuelta la página en busca del siguiente capítulo. A su vez reflexiona con agudeza sobre los frívolos noventa, y sobre la doble moral y la hipocresía de ciertos sectores de nuestra sociedad. Y lo que más me gustó: la forma en que el horror y la locura van carcomiendo esa relación entre Alfredo y Griselda, que son primero amantes, luego cómplices y luego…
El final de la novela no me pareció de lo más redondo, tal vez por lo ambiguo de la resolución. Pero el mismo no le quita ni un gramo de interés: bueno novela, muy entretenida, y muy bien escrita.
9/11

jueves, 15 de septiembre de 2011

La importancia de bailar

¿Cómo podía ser que en algunas cosas fuéramos un calco y en otras tan diferentes a estos pendejos?

La veo a la Evi. Lo veo al Marcelo. Y aunque tengamos la misma edad, parecen mucho más viejos que nosotros. Y la veo a la Abi. Y lo veo al Luchi. Y ellos sí que parecen de nuestra edad, aunque nosotros tengamos las edades de los padres. Si me preguntan a mí la que voy a batir es que dejar de bailar es lo que te pone medio momia. Y si dejás de ir a bailar siendo todavía un guacho, al toque pintó el jubilado mal.

(Ráfaga)

(Leonardo Oyola, Kryptonita, Buenos Aires, Mondadori, 2011, pág 152)

lunes, 12 de septiembre de 2011

Hermanos abrazados, hermanos en armas

Kryptonita, Leonardo Oyola

Invierno. Madrugada de un lunes sin luna. Hospital Paroissien, La Matanza, conurbano bonaerense. Un mediocre doctor pasado de rosca aguanta, esperando transitar con cierta calma las últimas cuatro de las 72 horas corridas de su servicio. Pero una banda de delincuentes —“fuertemente armados”, diría la crónica— irrumpe en la guardia y destroza sus planes: se le vienen al médico las horas más agitadas, emocionantes, terroríficas y divertidas que ha vivido en mucho tiempo. Y al lector… ¡ni te cuento!

Los que han llegado son el Ráfaga, el Faisán, Lady Di, la Cuñataí Güirá, Juan Raro y el perrito Miguel. Es decir, la banda de Nafta Súper. Son conocidos por todos en la zona. Traen muy malherido e inconsciente a su jefe, y le “sugieren” al mediocre doctor que mejor que lo salve, “que llegue con vida al amanecer, y todos contentos”. Y el “nochero” sigue pensando “cuatro horas… me faltaban cuatro horas…”, mientras un diablito de color amarillo que sólo él ve sale de los rincones para reírse de su desgracia. No hace más que revisar a Pinino, el verdadero nombre de Nafta Súper, para darse cuenta de que algo no cierra. Algo no es normal acá.

Y encima al rato cae la Bonaerense, el verdadero enemigo, el que nunca trae buenas intenciones.

Así las cosas, atrincherados en la guardia de un hospital desierto, preguntando poco y escuchando mucho, el alucinado doctor va conociendo —de boca del Ráfaga, de Lady Di, del Federico, que no será el Caballero, pero es el Señor de la Noche— cómo es la historia de Pinino y su banda. De sus correrías por todo el Oeste. De sus amores y sus odios. De la amistad que los une, de la sangre que los hermana.

Esquivando a la policía por pasillos estrechos, o bailando amaneceres en patios de tierra, estos súper-vivientes se las arreglan para conservar la Amistad como la fuente de poderes que los hace súper-héroes. No siempre es fácil la vida en el Oeste, parecen decirnos, pero siempre será Vida si están los amigos. Los hermanos en armas, los hermanos abrazados. En el fondo, de eso se trata para mí Kryptonita: es una historia de la amistad como inagotable, incorruptible motivo de celebración. De Fiesta, así, con mayúscula.

Cada lector podrá rescatar distintas virtudes de esta novela. Que el ritmo de la narración fluye ágil. Que Oyola tiene oído absoluto para captar el neohabla del suburbio. Que el humor emociona, y que la emoción provoca sonrisas. Que las acertadas referencias a la cultura popular (cómics, fútbol, música, boliches) construyen con solidez el mundo de este grupo de adorables delincuentes. Etcétera, etcétera. Pero de todas esas cosas, insisto, yo me quedo con aquella de la amistad. “Tatuajes, lealtad, orgullo humilde, es lo único que tengo para mostrar”: a mí me pegó por ese lado.

En resumen: me divertí como loco leyendo Kryptonita. Y me emocioné hasta el puchero, para qué negarlo. Sucede que uno no necesariamente ha compartido la misma geografía que el autor (leí por ahí que esta es la novela más autobiográfica de Oyola: no lo conozco personalmente, pero me cierra, ¡claro que me cierra!) ni tampoco uno es un delincuente, al menos no de armas tomar como esta banda. Pero así y todo, no pude evitar sentirme un poco cómplice.

Y quererlos un montón.

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PS: merecería un post aparte (y, por qué no, un concurso entre lectores en Facebook) la enumeración de personajes de TV, de folklore del fútbol, de películas… Desde la hinchada de Almirante Brown hasta Carozo y Narizota y Meteoro y Socolinsky. Desde Jesse James y ¡SkyLab! hasta Música total y Johnny Allon y hasta Notting Hill y Footloose … Y en la música, agarrate con el soundtrack: Los Abuelos de la Nada, Duran Duran, Alphaville, Los Cafres, Jagger, los Stones, Madonna, Carlos Baute, Peter Cetera, Dire Straits, Poison, Don Johnson y ¡Kenny Loggins, madre mía! Terri y su Karaoke criminal se harían un festín…


PS2: Casi me olvido. Es para vos, Cabeza de Tortuga: ¡la tenés adentro!

9/11

viernes, 9 de septiembre de 2011

Estar en forma

—¿Qué le sirvo, dottore?

—De todo.

Se rieron.

Entrantes de mar, sopa de pescado, pulpito hervido y aliñado con aceite y limón, cuatro salmonetes (dos fritos y dos asados) y dos copitas de licor de mandarina de un nivel alcohólico explosivo, motivo de orgullo de Enzo, el propietario de la trattoria.

—Veo que vuelve a estar en forma, dottore.

(Salvo Montalbano)

(Andrea Camilleri, La paciencia de la araña, Barcelona, Salamandra, 2006, pág 238)

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Una grieta en la coraza

No había anunciado previamente su visita, pues sabía por experiencia que la repentina aparición de un representante de la ley genera, en el mejor de los casos, cierto malestar incluso en las personas más honradas, las cuales se preguntan: “Pero ¿qué he hecho yo de malo?”. Porque las personas honradas piensan siempre que han hecho algo malo, tal vez sin darse cuenta. Mientras que las que no lo son creen que han actuado siempre con honradez. Por consiguiente, tanto los honrados como los que no lo son experimentan cierta inquietud, lo que sirve para descubrir grietas en la coraza defensiva de todos ellos.


(Salvo Montalbano)

(Andrea Camilleri, La paciencia de la araña, Barcelona, Salamandra, 2006, pág 41)

lunes, 5 de septiembre de 2011

Feliz cumpleaños, Maestro… tanti auguri!


La paciencia de la araña, Andrea Camilleri


Hoy una vez más soy testigo de la juguetona belleza del azar. Esa mágica e inesperada coincidencia que me arranca una sonrisa emocionada como la que tengo ahora. Ahora, digo, que me doy cuenta de que: 1) estoy por hacer a este blog más justo, publicando una entrada de uno de esos Grandes que aún le faltan; 2) que ese Grande cumple años en este mismo momento (diferencia horaria mediante), dato que yo ignoraba hasta hace un par de días; 3) que la que corre es la semana del primer cumpleaños de “La forma en que algunos mueren”.

Desde el título del post ya no hay sorpresa: ese Grande, pero Grande de verdad, es el maestro Andrea Camilleri. Se pueden leer pilas de notas sobre don Camilleri, hoy uno de los autores más populares en Italia (si no el más). Pero, como siempre, uno termina construyendo su propio ídolo. Nunca lo vi personalmente, ni hablé con él, y dudo que lo vaya a hacer, pero lo conozco por lo que escribe: juraría que es un viejo sabio, el tipo que está de vuelta de todo. Me lo imagino tan campante, ajeno a la locura siglo XXI, anclado (resguardado) en otro tiempo, sin ninguna de las boludeces que nosotros, los simples mortales, necesitamos como el aire. Sólo lapicera y cuaderno. Apuesto a que ni celular tiene.

Pero está de vuelta de todo.

Porque su literatura es sencilla. Lejos de las complejidades intelectuales de quienes se empeñan en no narrar, distante de toda presuntuosidad de vanguarida hi-tech, Camilleri es una máquina de contar tan simple y tan eficaz como la milenaria rueda, si se me permite el lugar común. Para contarte de qué va la vida le basta con un personaje, un pueblo, un suceso, y… ¡a rodar!

En La paciencia de la araña volvemos a encontrarnos con el comisario Salvo Montalbano. Acaba de salir del hospital, donde se recuperó de un balazo reciente. Ese balazo, y el recuerdo del agresor que él mismo mató, lo despiertan todas las noches a la misma hora. Está más viejo, y algo sensible. Pero no está solo: Livia lo acompaña en su casa de Marinella durante la convalescencia. Hasta que se lo requiere —al fin y al cabo, es el dottore Montalbano— porque han secuestrado a una muchacha en un camino secundario de Vigatà.

Suficiente. A partir de entonces, no queda  mucho más para contar acá. Hay una trama oscura de relaciones familiares, que Montalbano va desentrañando con esa lógica deductiva que le pide prestada al policial más clásico. Y con la sabiduría que le pide prestada a la calle. Por que si hay algo que Montalbano tiene es calle, roce. No es ningún gil, y es muy difícil que alguien lo pase. Tiene su carácter también, y su paciencia se ve exigida cuando debe lidiar con la ineficiencia o la desidia de sus colegas, de los jueces o de los periodistas. Su relación con Livia, con los vaivenes y alejamientos y reconciliaciones, cama o comida mediante, que la hacen tan humana y por eso tan maravillosa, también le cuesta lo suyo.

Tan importante como el protagonista es toda la puesta en escena de Vigatà. Que es paisajes de mar y montaña, que es pescados, olivas, panes y vinos. Y que es un puñado de personajes adorables en la comisaría —los policías Mimì Augello, Gallo, Fazio, Cattarella—, y en el pueblo. A ver, un ejemplo para que se entienda el cuadro: en esta novela Montalbano recibe dos propuestas para ser padrino de sendos bebés. Uno es el hijo de Augello, subordinado suyo. El otro es el nieto de Adelina, su criada. Esto no dice mucho, excepto que consideremos que el hijo de Adelina es Pasquale, un delincuente a quien el mismo Montalbano metió en la cárcel varias veces… Ahora el comisario está a punto de aceptar ¡ser el padrino de su hijo! Eso lo pinta a él y a Vigatà de cuerpo entero.

Este es el tipo de personaje y de pueblo que construye Camilleri con una sencillez y una eficacia que provocan asombro. No logro imaginar otro autor que sea tan popular y a la vez tan de culto entre los escritores del género.

Éntrele sin miedo, amigo lector: es imposible no disfrutarlo.

Traducción: María Antonia Menini Pagès
9/11

sábado, 3 de septiembre de 2011

Perseguido


Leamas observó cómo sacaba un cigarrillo del paquete que había en la mesa y lo encendía. Advirtió dos cosas: que Peters era zurdo, y que, por segunda vez, se había puesto el cigarrillo en la boca con la marca hacia fuera, para que se quemara antes. Fue un gesto que le gustó a Leamas: indicaba que Peters, como también él, había estado perseguido.

(John Le Carré, El espía que surgió del frío, Barcelona, Random House Mondadori, 2010, pág 89)

viernes, 2 de septiembre de 2011

Amanecer en un aeropuerto

Hacía frío esa mañana; la leve niebla era húmeda y gris, y picaba en la piel. A Leamas, el aeropuerto le recordó la guerra: máquinas, medio ocultas en la neblina, esperando pacientemente a sus amos; las voces resonantes y sus ecos, el grito súbito y el incongruente golpeteo de unos tacones de muchacha en el pavimento de piedra; el rugido de un motor que podía estar al lado mismo de uno. En todas partes, ese aire de conspiración que se produce entre la gente que está levantada desde le amanecer, casi de superioridad, nacida de la experiencia común de haber visto desaparecer la noche y llegar la mañana. Los empleados tenían ese aspecto que produce el misterio del alba y que el frío estimula, y trataban a los pasajeros y a su equipaje con el aire remoto de hombres regresados del frente; el resto de los mortales no les decían nada esa mañana.

(John Le Carré, El espía que surgió del frío, Barcelona, Random House Mondadori, 2010, pág 80)